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Historia de Agnes y Evaristo
Ver morir a un ser querido
Agnes comenzó a morir en silencio una tarde de junio. Su mirada se fue apagando día a día; su cabello se tiñó de blanco; y su rostro se fue sumergiendo en la almohada, desapareciendo consumido por una enfermedad que la iba “comiendo por dentro”. Ver morir a Agnes fue como ver apagarse el sol de mi vida: ella lo era todo para mí. La amaba como nunca nadie amó a mujer alguna. Habíamos sido tan felices. Siempre estaba cuando necesitaba de ella. Nunca preguntaba nada: me escuchaba, me consolaba, me aconsejaba. Compartíamos nuestras tristezas y alegrías. Verla morir era como comprender que iba a quedarme muy solo en la vida. Y así fue.
Me quedé solo. Sin luz, sin esperanza de ser nuevamente feliz, cargando una pesada mochila de dolor y angustia. Me quedé con las manos y la mirada vacías, frente a una tumba con una fotografía que la recordaría hasta que el tiempo la borrara y el olvido de los años de la humanidad desterrara su recuerdo para siempre de la faz de la tierra.
Aún, después de tantos años recuerdo esos instantes tan tremendos como si fuera hoy.
Agnes me llamaba, me pedía en un susurro de voz apenas audible, que me sentara al lado suyo, en la cama. Ella me hablaba, levantaba el dedo índice, flaco, huesudo, señalando vaya a saber qué cosa. Yo miraba hacia el lugar que me marcaba, ese lugar vacío, buscando comprender lo que deseaba decirme con tanta desesperación.
Cuando el médico la revisó por última vez, lo miré fijamente tratando de encontrar una palabra esperanzadora. Pero él no hizo otra cosa que tomarme las manos y decir en tono neutro y profesional: “Lo siento, ya no hay nada que hacer”. Yo lo observaba, lleno de rencor y de odio… ¿Acaso él no estaba para salvar a las personas? Entonces… ¿Cómo es que no podía salvarla a ella?
El médico se despidió para siempre de Agnes y después me miro en silencio, impotente ante la enfermedad que avanzaba y se la estaba llevando a la tumba.
A partir de ese momento, lo único que yo quería era permanecer sentada a su lado todo el día y toda la noche. A veces ni siquiera comía. Mis padres se enojaban mucho conmigo, porque veían como yo también comenzaba a perder peso… Temían por mi salud. Decían que no podían distinguir quién era el que estaba agonizando. Debo reconocer que tenían razón: yo también estaba muriendo.
El día que Agnes ingresó en la última etapa de su vida, su carne estaba deshecha y respiraba con una fuerza de voluntad que partía el alma.
Una madrugada me paré al lado de su cama, indefenso, desolado, inmerso en una tristeza que no tenía consuelo y le susurré al oído: ”Agnes, amor mío, ¿y ahora qué? ¿Me vas a dejar solo? ¿Es injusto lo que nos hace el destino? Te amo más que a mi propia vida. No puedo dejarte morir”.
Agnes, sorpresivamente, y en un último gesto, reaccionó, levantó la mano hasta alcanzar mi mejilla. Abrió los ojos, pálidos, hundidos en el rostro ya casi más muerto que vivo, clavó su mirada en mi, respiró hondo, muy hondo, y me dijo: “Mi amor”. Lo dijo con tanto sentimiento, tanta desesperación y ternura que comencé a llorar como un niño.
Llorando me recosté a su lado. Le susurré al oído que me hablara, que no se callara, que me contara cualquier cosa, que me hiciera sentir que todavía estaba viva.
Agnes tosió desesperada porque le faltaba el aire. De su boca empezaba a manar un hilillo de sangre. Pero a pesar de todo sonrió para consolarme.
Murió apaciblemente.
Y me dejó solo. Irremediablemente solo.
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