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hilando recuerdos

Página 13 y 14

Historias de vida que nos deben enorgullecer como descendientes de alemanes del Volga

El espíritu de un pionero y un luchador incansable

Por Darío Eduardo Goenaga

Los Masson llegaron a la Argentina dispuestos a cambiar la vida que llevaban en Rusia. Aquí encararon diversas actividades productivas como la pesca, la agricultura y la venta de frutas. Llevado por distintas circunstancias y sus ganas de aprender, Anselmo terminó entre "los fierros".

Anselmo Masson se toma un descanso. Se sienta sobre un robusto tronco que ha hecho las veces de asiento durante años y se toca dos veces la espesa barba rubia antes de iniciar la conversación. Pausada y lentamente comienza a rearmar los duros comienzos de sus ancestros en territorio argentino. Desciende de los alemanes del Volga, un pueblo con una historia tan rica como traumática, un pueblo de inmigrantes cuyos descendientes en nuestro país superan el millón.

 

"Por lo que nos contaron en el ámbito familiar, los Masson entraron a la Argentina alrededor del año 1870. Eran tres hermanos que formaban parte de los alemanes que vivían junto al río Volga, en la estepa rusa. Aparentemente uno de ellos fue a Entre Ríos, otro para la provincia de La Pampa (dicen que Tomás Masson, un hijo suyo, fue el fundador de Santa Rosa) y el restante se radicó en colonia Hinojo, cerca de Olavarría, Buenos Aires. De allí la familia se fue ampliando y algunos de sus descendientes llegaron hasta el valle del Colorado", comienza su relato Anselmo.

Su abuelo José Masson llegó en 1925 a la zona de Cabildo, con un buen capital de trabajo, un camión, una tropilla propia, arado, cosechadora y trilladora de vapor. Allí construyó una numerosa familia, con once hijos.

Mientras enhebra los tramos de la historia familiar, nuestro entrevistado recuerda que "mi abuela nació en el barco que venía para la Argentina. Fue en aguas internacionales. No sé qué bandera tenía el barco, pero cuando llegaron al puerto la asentaron como argentina".

Siguiendo el derrotero de la producción, se instalaron cerca de Patagones, en Cagliero, para trabajar un campo. Traían consigo un camión cero kilómetro y una tropilla de 60 caballos. Sin embargo la suerte -y especialmente el clima- les fue esquiva. "Durante siete años trabajaron muchísimo pero en ese lapso no cosecharon una semilla. Tuvieron que vender casi todo para afrontar las deudas contraídas. Mi abuelo se enfermó y falleció joven, a los 44 años", cuenta Anselmo.

Por entonces su padre, Agustín, tenía 17 años y se quedó al frente del perimido campo por tres o cuatro años más. Logró pagar las deudas que quedaban pero luego, cansado quizá de una lucha en la cual tenía pocas chances de ganar, alquiló el campo y se dedicó a la pesca artesanal. Durante cinco años ‘cabalgó’ las olas del Atlántico en una pequeña lancha de 15 metros. Recién sobre el final estuvo en un barquito de 40 metros, aunque siempre como pescador. Mientras sostenía el duro oficio de cosechar peces en el mar conoció a Rosa Schenfeld, con quien se casó en 1949. Tras contraer matrimonio decidió no subirse más a los botes y su figura ya no se reflejó en los distorsionados espejos del mar.

En tierra firme

"Con lo que sacó papá de la pesca compró un camión Morris cero kilómetro y durante dos años trabajó para el mismo agenciero que le vendió el vehículo. Se dedicaba a llevar fruta hacia el sur del país. Después lo vendió, porque una parte era del hermano, y con la parte que le tocó compró un Dodge del año’28".

Otra vez armó las valijas y emprendió la marcha hacia el norte. Le habían comentado las virtudes del valle del Colorado y decidió comprobarlo por sí mismo.

Consiguió un lugar en el campo que era de Rufino Álvarez, en el lote 24, cera del paraje Pichi Mahuida. "Yo tenía un año y medio. No le fue bien y entonces nos instalamos en la Colonia Juliá y Echarren, que recién estaba surgiendo: como peón de trabajos varios en la chacra de Salvarezza, después como medianero o habilitado en la chacra de los sucesores de Tesei por cuatro años y más tarde, y por dos años, chofer con Lértora, transportando fruta de Choele y Río Colorado hacia Bahía Blanca".

Agotado de vencer distancias a bordo de su camión, volvió como encargado a la chacra de Lértora, donde tenía un porcentaje de la producción. "Yo estuve en la chacra hasta los 12 ó 13 años. Con mi hermano Bautista ayudábamos a cosechar; también con mi hermana Angélica. Entre todos hacíamos varios cajones, unos 60 ó 70 por día. Yo manejaba el tractor; por entonces se curaba a manguera", cuenta Anselmo.

Haciendo memoria se detiene en un tramo de la historia más denso, oscuro y que, por lo que transmite su cara mientras lo cuenta, sin dudas resultó ser uno de los peores que debió soportar junto a su padre.

Sin ahondar en detalles relata que en 1963 compró el boliche El Cruce, ubicado en el fondo de la colonia. Compartía el negocio con un hermano, aunque luego éste se fue y Agustín quedó a cargo del local. Según relata Anselmo, no había noche sin peleas y revueltas, que se sucedían una tras otra entre parroquianos que encontraban en el alcohol y la trifulca la peligrosa terapia de los solitarios belicosos.

Tras aguantar un tiempo demasiado largo los ojos de su hijo Anselmo, Agustín se desprendió del bar y se instaló en el taller junto a su hijo para trabajar como herrero. Trajo consigo la bigornia de su abuelo, que aún hoy forma parte de los bienes de uso de Anselmo. Allí se quedó durante 25 años hasta que la muerte le puso límite a su extensa cadena de emprendimientos laborales.

Atraído por los “fierros”

"Siempre me gustaron los fierros", confiesa Anselmo, y esa frase lo pinta de cuerpo entero. La afición que tuvo desde muy chico se transformó en su medio de vida y desde su taller contribuyó al desarrollo y actualización de los implementos agrícolas.

Anselmo se encarga de contar cómo se sumergió en el mundo de "los fierros" para nunca más salir. "Cuando falleció el hermano mayor de mi viejo, que vivía en la zona de Valcheta, quedaron dos camioncitos y una cupé Chevrolet ‘29 que trajeron a Río Colorado para vender. Entonces el rato en que no estudiaba, les echaba mano a esos rodados y poco a poco fui conociendo y queriendo más y más este oficio", explica.

Cuando terminó la escuela, su idea fue seguir Ingeniería Mecánica o una carrera afín, pero su hermano también pretendía estudiar y para los dos no alcanzaba. "Es cierto. Yo finalmente me recibí de maestro, pero no ejercí nunca", confiesa. El implacable imán de la mecánica lo atrajo para siempre y lo llevó a vivir buena parte del día dentro de un taller.

"En una oportunidad vinieron Ferroni y Pasoni a verme porque necesitaban instalar la parte eléctrica de una máquina en la Cooperativa de Productores. Lo cierto es que yo en la electricidad de autos me estaba defendiendo, pero en trifásica no sabía nada. Pero prácticamente me obligaron a hacerlo porque no había nadie en la colonia que pudiera. En realidad no había otro y bueno, me animé. En seis o siete años estaba atendiendo a todos los galpones en su parte eléctrica. En el camino encontré a mucha gente que me ayudó y que me enseñó algo: eso debo agradecerlo sinceramente", afirma.

Apunten los cañones

En ese contexto, vale decir que años atrás Anselmo protagonizó un movimiento para lograr una defensa activa frente a las continuas tormentas de granizo que destruían las cosechas de frutales.

Junto a un grupo de chacareros impulsó la puesta en marcha de los cañones antigranizo. Incluso construyó los primeros cinco aparatos en su taller, ubicado en el corazón de Colonia Juliá y Echarren. Tras innumerables viajes, análisis y diseños a prueba y error, confluyeron en una defensa integral que desde hace varios años viene dando resultados satisfactorios.

En la actualidad Anselmo está embarcado en un nuevo proyecto que podría sumar eficiencia y reducir costos en las tareas culturales de las chacras: trabaja en el desarrollo de una máquina de curar automotriz que está en la etapa de diseño y que pretende plasmar en un prototipo durante el 2009. "Habría que cambiar el concepto de cura. En la colonia se está usando desde hace 45 años el mismo sistema, con pulverizadoras con mucho viento. Las innovaciones consistieron en sumar más viento, más fuerza y más agua. De 1.000 litros que se utilizaban antes por hectárea, ahora estamos en 3.000 litros. Cuando pasa la máquina se observa que la fruta y la hoja tienen una gota en la punta inferior. Se está tirando demasiado remedio", diagnostica.

"Pretendo hacer una máquina con menos turbulencia pero más alcance, con picos pulverizadores que hagan una neblina, con baja presión. Hay que aclarar que el método en cuestión es para el sistema de conducción tipo espaldera, no para monte abierto", especifica.

Tras explicar su nuevo desafío, Anselmo vuelve al mundo de sus "fierros", a su taller, que es un verdadero punto de referencia en Colonia Juliá y Echarren.

Anselmo comparte la vida cotidiana con su compañera Mabel Miranda y dos hijas de 17 y 15 años.

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