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hilando recuerdos

Colaboración de Analía Ruppel

Las cuatro estaciones

 

Aunque es un lugar común decirlo, todos hemos sido niños alguna vez. Y sin lugar a dudas, las esquinas de nuestra memoria reflejan las tenues luces del brillo de la infancia. Y para mi es una delicia compartir los recuerdos de mi propia infancia. Esa infancia que he vivido en las colonias y que nunca pude olvidar pese a haber partido de esos lares hace más de cuarenta años.

 

De mi infancia recuerdo como disfrutaba de las estaciones de verano, del hecho de estar sin clases y estar plenamente libre de obligaciones. Era algo mágico y especial, que sugería que hasta lo previsible puede ser sorprendente. Era una época increíblemente feliz.

El otoño marcaba el principio del año, con el comienzo de las clases, todo era nuevo y excitante. El barrio se llenaba de hojas secas y el devenir crujiente de mis pasos de niña, no pasaban aún de las guillerminas número 32.

Más tarde llegaba el sol brillante de invierno y el viento helado pegando sobre nuestras caras cuando volvíamos de la escuela, cruzando sola la calle, como gesto absoluto de independencia y autonomía.

Pero también, mi infancia era el día de la primavera, el pic-nic escolar, la vianda que preparaba mamá y que siempre era más rica que la ajena. Volvía la temporada de pasear, de jugar en la calle. Porque con la primavera, los días se volvían más largos, y todo era invadido por el olor al pasto recién cortado, o a la deliciosa tierra mojada tras la tormenta.

Y luego, el infinito verano, con su soledad de chicharras insolentes, ecos de las desveladas y eternas siestas que definían una agonía calurosa.

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