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Tradiciones argentinas que asimilaron los alemanes del Volga
Tercera parte
La esquila y la yerra
La esquila y la yerra eran días de fiesta para los alemanes del Volga. Cada una de estás actividades rurales se desarrollaban en un marco familiar, donde parientes y amigos colaboraban en la realización de las tareas, que siempre concluían con un gran asado y, también, casi siempre, con un baile. Para que las generaciones presentes, tan alejadas de la realidad del campo, conozcan qué es la esquila y la yerra, Periódico Cultural Hilando recuerdos presenta una investigación que, recurriendo a escritores e investigadores de tiempos pasados, que se ocuparon de describirlos en el momento de su máximo apogeo, da cuenta de los dos temas, narrándolos en detalle y con conocimiento.
La esquila (1883)
Por Ventura R. Lynch
Esta operación que se lleva a cabo a fines de setiembre o principios de octubre, nos ofrece escenas de gran interés.
Ella consiste en despojar las majadas de la lana que necesariamente se ha de enviar a los mercados europeos para la confección de las telas que todavía nos vemos en la necesidad de importar.
Aquí las mujeres desempeñan el principal rol, para quienes parece un trabajo mucho más apropiado.
Veinte, treinta, hasta cuarenta y cincuenta, armadas de grandes tijeras y entre las que no faltan un sinnúmero de voluntarias, se sitúan a corta distancia del corral y allí dan principio a sus faenas en medio de los gritos, chistes y carcajadas que despierta la ocasión.
Dos o cuatro hombres se encargan de alcanzarles las ovejas. Para esta operación no se emplea el lazo; se las toma simplemente de las patas y suspendidas en el aire se entregan al esquilador.
Mientras unos van cortando, otros forman los vellones y algunos peones se encargan de conducirlos a la carreta o al galpón, según la voluntad del poseedor.
Las esquilas duran, generalmente, lo que la yerra: cinco, ocho, diez y hasta quince y veinte días.
La yerra (1883)
Llámase así al acto o a la acción de la marcación que se hace cada uno o dos años, de la hacienda orejana que tienen las estancias.
Ésta se lleva a cabo de mediados a fines de otoño, es decir, durante los meses de abril, mayo y junio, cuando la benignidad de nuestro clima aún no ha desplegado los rigores del invierno.
Esta operación implica uno de los más grandes acontecimientos de la vida del gaucho.
Conocido el establecimiento que está de yerra, todo el vecindario se agita y se estremece preparándose para el día señalado. La noticia cunde con la celeridad del rayo, y no será extraño que al principio haya más de un centenar de paisanos que vinieron de lejanos pagos.
Cuanta pilcha lujosa compone el apero del gaucho, sale a tomar el aire con esta circunstancia. Ponchos de vicuña, chapeados de pura plata, calzoncillos con flecos, botas de potro bordadas en el empeine, lazos trenzados de veinticuatro, en fin, todo aquello de más rico, de más caro y más apreciado que existe en el paisano, entra a desempeñar su rol en aquellos días de algazara.
La yerra comienza por echar la hacienda al corral; se mata una o dos vaquillonas que han de servir la carne con cuero, las marcas están candentes en la hoguera; todo el mundo ríe y charla que es un primor.
Se designan los enlazadores y pialadores con que se ha de abrir el torneo y un vamos muchachos, lanzado por el dueño de la estancia, es la señal de que ha empezado la justa.
El corral se ve de pronto invadido por un enjambre de gente. El estanciero, su capataz, en fin, cualquiera, hace su armada, dirige la vista sobre el animal que ha de ser la primera víctima, arremete contra ella, la hacienda se arremolina, levantando la primer nube de polvo de la yerra y...
El lazo cae en las astas del orejano, si es vacuno, y si es équido, en el cuello. Un ¡hurra!, ¡un bravo!, un grito de alegría, un aplauso o lo que se quiera, resuena entre los actores y espectadores de la escena, y mientras los ecos y la brisa pierden aquella manifestación en la llanura, la víctima brega pugnando por cortar la fuerte polea que la aprisiona.
La contienda ha comenzado.
Diez y hasta veinte enlazadores y pialadores luchan siempre con el mejor éxito contra el crecido número de animales que hay que tender en el suelo.
Tan presto un toro bravo como las furias del averno, viéndose impotente para quebrar las ligaduras que le oprimen, cambia de táctica y embiste. Simultáneamente, un sinnúmero de lazos giran en todas direcciones. El jinete, por una hábil maniobra, hace caracolear su caballo y el toro pasa como una avalancha, yendo a estrellarse contra los palos, o dándose una vuelta de carnero. Si el lazo se corta la escena es peligrosa.
El animal furioso, escarba la tierra con ciega cólera, sus ojos inyectados brillan de un modo siniestro, su boca se cubre de una espuma blanquecina y largas babas semejantes a las babas del diablo se desprenden por ambos lados de su hocico.
El gaucho se entusiasma; ha encontrado al fin un enemigo digno de su destreza y de su audacia; hace su armada, arroja el lazo y al recibirlo el toro sobre sus aspas, baja la cabeza y se precipita bramando de ira contra el jinete.
Éste ha previsto el golpe; ya su caballo ha cambiado de posición y espera a pie firme el tirón que necesariamente dará el animal. Este lazo también se revienta y el toro, quizá avergonzado del poco éxito de su acometida, va a perderse entre sus compañeros de infortunio.
Un tercer lazo vuelve de nuevo a cogerlo. Él resiste y hace inauditos esfuerzos por quedarse entre los suyos. Pero en este instante otro paisano, cuyo vigoroso flete parece estar impaciente por entrar en la contienda, se lanza contra él y lo saca a pechadas hasta el centro del corral.
El toro no ha tenido tiempo de reponerse de la embestida, cuando ya el pialador lo enlaza de las patas y tira en sentido inverso al que lo tiene de las astas. Ya impotente para resistir, berrea dejándose estirar, hasta que otro de los paisanos lo empuja de las costillas y lo hace caer de costado.
Uno le pisa el pescuezo, mientras los otros se apresuran a maniatarlo perfectamente de patas y manos. En ese instante se presenta el de la marca, ¡Sin ninguna compasión, le aplica el hierro candente, y una vez señalado para toda la vida, lo desatan y se preparan a dejarlo salir.
El último que se retira es el que le pisa el pescuezo. Necesariamente éste debe ser ágil y vivo, porque ¡ay del que se atreve a arrostrar las iras del afrentado!
El toro, al verse libre, alza la cabeza; investiga en todas direcciones con mirada vaga e indecisa y velada por la ira y el furor.
De pronto se levanta, se sacude y lame la parte dolorida, luego atropella a la puerta del corral. Todos parecen respetar su dolor y el animal loco, echando espuma por la boca, gana el campo.
En cuántas ocasiones, antes de salir, algún jinete recibe una cornada en el pecho de su caballo. ¡Cuántas veces un simple espectador se ve expuesto a ser levantado en la punta de sus cuernos!
Pero lo interesante de la yerra no es precisamente el acto de la marcación sino el lujo y destreza que despliegan los enlazadores y pialadores, los unos a caballo, los otros a pie, y el variado conjunto que presenta la escena.
Mientras en el corral se admira la facilidad con que el gaucho maneja el lazo y el caballo, bajo el ombú, en la playa, en la cocina, se desarrollan otros cuadros de no menos interés.
Aquí se percibe un grupo en donde el mate, la guitarra y la ginebra contribuyen a amenizar un gato, un triunfo u otra pieza que se baila.
Allá se distingue otro por las imprecaciones y gritos de júbilo que a cada instante se producen: ahí se juega a la taba.
Más lejos, frente a la ramada, se entretiene un tercero jugando a las bochas. Este juego fue introducido por los vascos.
Bajo una carreta, a la sombra del edificio, en fin, donde sólo llegan los ecos de la grita del corral, cuatro, ocho o diez paisanos se divierten al truco.
¡Cuánto desgraciado pierde en ellas hasta la última pilcha de su recado, y cuántos deben a una yerra el principio de un mediano bienestar!
En todas partes, menos donde se juega y en el corral, se destaca la bella y graciosa figura de nuestras paisanitas, peinadas con sus dos trenzas, el pañuelo al cuello, sus aritos con vidrios de colores, sus grandes anillos y sus vestidos llenos de colorinches y de gran vuelo.
Las yerras, cuyo origen se remonta a la época del general Navarrete, duran en proporción de los animales que hay que marcar. Hay establecimientos en que se prolongan por quince o veinte días consecutivos.
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