Historia de la época en que la gente rezaba todos los días
El hombre de la fuente
Un hombre, sentado en la fuente de agua, fuma un cigarro. Mira a través del humo del cigarrillo, con una mirada crítica. Experimenta una paz extraña. Hace calor y la leve brisa del atardecer invernal invita al reposo. Es la hora en que todo empieza a cambiar, a prepararse para la noche. El cielo gira hacia el color lila, hacia el gris.
Al frente, la iglesia del pueblo sirve refugio para los feligreses que van a misa en los fríos días del invierno y de lugar de reunión en los largos días del verano. Su vieja torre parece vigilar a las gentes. Unas grietas, a modo de arrugas, recorren su espalda. En sus entrañas hacen sus nidos los loros que lanzan al aire sus estridentes chillidos. En lo más alto tienen su vivienda las palomas que cuidan solícitas de sus polluelos.
Llegan a su mente evocaciones de otros tiempos. El paso de los años parece haber retorcido y arrugado los recuerdos. La iglesia no parece la misma, está más solitaria, más triste. Ya no se oye el jolgorio de los chiquillos que salían en tropel, ni el murmullo de los corillos de jovencitas. Ya no se ven aquellos hombres embutidos en sus trajes oscuros. Ya no se ven las mujeres, envueltas en sus mantones y vestidos negros de penas. Eran los años de pueblo nuevo. De gente que reza todos los días a sus muertos y piensa en el futuro.
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