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hilando recuerdos

Edición Nº37 (Septiembre 2009)

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Edición especial tercer

aniversario con 32 páginas

Las abuelas de los pueblos alemanes - Páginas 8, 9 y 11

Las abuelas de los pueblos alemanes - Páginas 8, 9 y 11

 

Las abuelas de las colonias trabajaron en todos los menesteres, a la par del hombre. Araron la tierra, sembraron, trillaron y ordeñaron vacas… Son la memoria viva de lo que son capaces de hacer las mujeres alemanas.

Los abuelos de la Plaza San Martín - Página 3

Los abuelos de la Plaza San Martín - Página 3

 

“Llegan a la Plaza San Martín en silencio, toman posesión de un banco, a la sombra de los árboles, mirando hacia la iglesia, el Cine Teatro Cervantes o el Palacio Municipal. Unos llegan antes, otros después pero siempre llegan”.

Afectos que el tiempo se guardó en el recuerdo - Páginas 12, 18 y 32

Afectos que el tiempo se guardó en el recuerdo - Páginas 12, 18 y 32

 

Rescatamos entrañables imágenes que la memoria colectiva guarda en el corazón de los pueblos alemanes. En la fotografía: Bautismo de Melany Melchior. Madrinas: “Nina” de Martínez y María Claudia Melchior. Junto a ellos: Juana Schneider, madre de Melany, y el Padre Antonio.

¡Gracias por estos tres años de felicidad!

¡Para los pueblos alemanes y su gente!

 

Periódico Cultural Hilando recuerdos está pensado para los soñadores, para los que aman y lo entregan todo, para los sensibles, para los que aún creen, para los que reinventan cada día, para los que dicen sí, para los bellos de adentro, los que tienen alma de diamante… y sobre todas las cosas, para los que apuestan todo para continuar luchando para conservar la cultura e historia de los pueblos alemanes, para que sigan creciendo y progresando sobre la base del legado cultural que nos dejaron nuestros ancestros.

¡Gracias a todos los que hacen posible que podamos seguir adelante! ¡Gracias por estos tres años de felicidad!

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Presentamos al lector, a través de la valoración histórica de un objeto de juego cotidiano, recuerdos que hacen a nuestro patrimonio cultural e identidad.

Presentamos al lector, a través de la valoración histórica de un objeto de juego cotidiano, recuerdos que hacen a nuestro patrimonio cultural e identidad.

El lenguaje de las cosas

 

Los objetos que acompañan nuestra vida hablan de nosotros, de nuestros gustos, costumbres, recursos y carencias; suelen traernos la memoria de los antepasados; de sus antiguos poseedores o de quienes nos los regalaron; y, en todos los casos, aunque no siempre seamos conscientes de ello, nos vinculan con las personas, generalmente desconocidas, que los inventaron y fabricaron. Los objetos pueden contar nuestra historia, pero a la vez cada uno de ellos resume en sí mismo una historia. Además de ser biográficos, son manifestaciones de una cultura.

En este caso en particular, presentamos un artículo sobre un objeto de juego común entre los niños de todas las épocas, que es la pelota. Y lo presentamos desde un atractivo cuento de Felisberto Hernández.

 

La pelota

 

Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita —pronto para correr— yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas "patadas" me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolví dar dos o tres vueltas mis. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo). En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una "patada" bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca: había quedado chata como una torta, Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda.

Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga.

Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.

Personajes de Coronel Suárez

Personajes de Coronel Suárez

 

Personajes de Coronel Suárez

 

Los abuelos de la Plaza San Martín

 

Se les ve pasar por las calles siguiendo las mismas huellas. Sus propias huellas de todos los días. A la misma hora van, a la misma hora vuelven. Del mismo lugar parten, al mismo lugar llegan… del mismo lugar se despiden. Unos llegan antes, otros después pero siempre llegan. Sólo cuando se enferman se ausentan o cuando se mueren no van nunca más. Conversan lo mismo día tras día lo que pasó, lo que está pasando. Lo que está por suceder lo dejan para mañana, para tener tema de conversación pendiente.

 

 

Llegan a la Plaza San Martín en silencio, toman posesión de un banco, a la sombra de los árboles, mirando hacia la iglesia, el Cine Teatro Cervantes o el Palacio Municipal. Observan también a los conductores de los automóviles que pasan, con conviven a distancia una vida compartida en esta ciudad de Coronel Suárez que continúa creciendo. En fin, observan hacía los cuatro puntos cardinales. Conversan en silencio, con frases directas y con señales claras; a veces ríen y raras veces se carcajean o gritan. Después vuelven nuevamente a la calma y los hombres de la plaza siguen observando todo lo que pasa y se mueve. Ven a todos, conocen gentes y automóviles. Analizan las formas de las nubes, registran los grados de temperatura, estudian los cantos de los pájaros y los arrullos de las palomas; saben de todas las bodas; de los bailes; de los bautizos; y de los entierros que pasan por iglesia, ubicada frente a la plaza

La plaza es de ellos más que de los enamorados o de los políticos. Ellos han visto todo, día con día, nada se les ha pasado; ni los ecos ni los rumores de la ciudad, pues todo llega a la plaza. Y la plaza es de ellos, es casi su segunda casa.

Son los hombres solos y silenciosos que cruzan las calles rumbo a la plaza. Van por costumbre y por devoción, a buscar a otros hombres solos y silenciosos, a tomar el tiempo en palabras y en miradas.

Forman una cofradía laica y rústica a la vez, integrada por seres que han decidido, por la razón que sea, asistir todos los días al lugar. Todos los días. El título de membresía se adquiere con los años… casi antes de morir.

Como parte de la plaza yo los he saludado y observado a la vez. Los he visto, reconozco sus figuras, sus pasos y sus sombras. Casi no recuerdo sus nombres; pero sobre todo, reconozco que son buenos y amigables, que no hacen mal a nadie y que forman parte de la plaza igual que las bancos, los árboles y las palomas.

Sólo una duda he tenido siempre que los he visto cruzar las calles para ir o regresar de la plaza, todos los días por las mismas calles y a las mismas horas… ¿dónde guardan sus recuerdos esos hombres que van a la plaza? ¿Los recuerdos de días tras días, de los mismos días, de las mismas cosas, de las mismas calles, de las mismas paredes, de las mismas conversaciones, del mismo ir y venir a la misma hora? ¿Dónde, dónde guardan los recuerdos?

Después de muchos años de tener esa inquietud creo que la respuesta a la duda está en inventar los términos: sus recuerdos son en realidad nuestros recuerdos. Si los recordamos, ellos se recuerdan; si los olvidamos ellos se pierden en su mismo existir, siguiendo sus propias huellas.

(Texto adaptado de un bello escrito de Celso Garza Guajardo)

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La cuna vacía

La cuna vacía

 

El dolor de perder a un nieto

 

La cuna vacía

Por Juana Rottenberger

 

Mi primer nieto se llamó Gastón y murió a los pocos días de haber nacido.

Durante largo tiempo, me debatí entre la necesidad de hablar de este tema y el impulso de silenciarlo.

Por un lado, me preguntaba: ¿qué derecho tengo a entristecer a quienes no han atravesado esta experiencia? Al mismo tiempo, temía que ese dolor no expresado pudiera filtrarse imprevistamente en cualquiera de mis reflexiones. Finalmente opté por compartirlo. Quizás, quienes hayan vivido una situación similar, se sientan acompañados por estos pensamientos.

Es muy difícil poner en palabras lo que sucede en toda la familia cuando un recién nacido muere. Personalmente, por años, me persiguió la imagen de mi nuera yéndose del sanatorio para regresar a su casa sin su panza y sin su hijo, enroscada en su dolor y envuelta en una pañoleta de lana negra, como salida de un cuadro negro de Goya. A Gastón lo llevaron a la Chacarita. La vida continuaba, pero para mí, pasar cerca del Cementerio era conectarme con la tristeza aun del trajín cotidiano.

Fue durante aquellos días tristes cuando registré por primera vez el difícil papel que nos toca a los abuelos frente a una pérdida de esta magnitud.

Lo primero que surge es la impotencia. Después de tanto tiempo de ilusiones y proyectos puestos en el bebé, nos enfrentamos a una gran imposibilidad: no podemos ofrecerles nada a nuestros hijos a cambio de su sufrimiento. Será por eso que los abuelos, si es que están cerca, suelen esforzarse por contener su propio dolor y sostener a los hijos así como a otros familiares y amigos muy queridos que llegan con preguntas y buenas intensiones que no siempre resultan oportunas.

Los abuelos se autoerigen en una barrera para que nada ni nadie perturbe a sus hijos en esos momentos en los que el cuerpo y el alma duelen.

Entre tanto ¿qué ocurre en el ánimo de ellos? ¿Será lo mismo en la abuela que en el abuelo? ¿O los sexos diferentes marcan también diferentes reacciones? En general, se es abuelo a una edad mediana y junto con los años llegan las crisis existenciales propias de la edad, los planteos y replanteos de la pareja, el balance de lo acontecido, lo que ya no se puede y lo que sí se puede aún hacer, el reconocimiento de las propias limitaciones y potencialidades.

En ese contexto, la proximidad de la abuelitud trae renovadas esperanzas. Revitaliza. Pero si la expectativa se frustra, los abuelos necesitarán tiempo y madurez para elaborar ese duelo. La muerte del bebé aglutina o separa. Y toda la familia queda atravesada por el dolor de un proyecto que, esta vez, no pudo ser.

¿Cómo se mide una vida?

¿Cómo se mide una vida?

 

Editorial

¿Cómo se mide una vida?

 

La vida no se mide anotando éxitos, como se apuntan los goles de un partido. Tampoco sumando las cuentas bancarias, ni admirando los títulos académicos colgados de las paredes, ni siquiera por el número de quienes acuden al funeral, ni por la extensión de la crónica necrológica. No se determina el valor de una vida por el plan que se tenga para el próximo fin de semana, o para las siguientes vacaciones. Tampoco por el linaje del que se desciende, la marca de automóvil que se conduce, la ubicación y lujo de la casa donde se habita o el puesto y la compañía en la que se trabaja. Tampoco la vestimenta, ni las aficiones, ni los viajes, ni la edad, ni la belleza, ni la inteligencia permiten evaluar la perfección de una vida. La vida es mucho más que todo eso.

La vida se mide por el amor y la felicidad que se brinda a los demás. La vida se mide por los hijos, por los nietos, por los sobrinos, por los alumnos, por los amigos que uno ayuda a crecer. La vida se mide por los besos, por los abrazos, por las palmadas, por los apretones de manos, y sobre todo, por las sonrisas que se distribuyen por doquier. La vida se mide por la amistad, por la simpatía, por el cariño, por la ternura que se desborda de una existencia. La vida se mide por la trascendencia de los compromisos que se asumen, y se cumplen fielmente; por las esperanzas que no se traicionan.

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Juegos que jugaban los niños de antaño

Juegos que jugaban los niños de antaño

Los juegos de antes

 

Los juegos, cuya importancia en la formación del niño resultan indiscutibles, fueron variando con el transcurrir del tiempo y muchos de ellos han desaparecido. También existe una pasión lúdica entre los adultos pero con características y objetivos que difieren de los de la infancia.

 

Aquel establishment secreto de los juegos fue anterior a la llegada de la radio que, en los años treinta, acabó por instalarse en la rutina crepuscular de muchos hogares. Las chicas llegaban a tiempo para escuchar folletines candorosos y los chicos, para aprender a aullar como el Tarzán del éter. Ya no interesaron tanto los libros para niñas y jóvenes que, desde el preciado Tesoro de la Juventud, pasando por Salgad y Louisa M. Alcote, abarcaban hasta los humildes cuentos de Calleja. A las cinco se podía oír a Verne por el radioteatro de la Pandilla Marylin.

Este cambio de hábitos no fue sólo fruto de una aislada oferta light: también ganaban espacios revistas para niños, como el Billiken. y de comics, désde el mítico Til-Bits hasta el Pif-Paf. El Tony y Ra-Ta-Plan. Auxilio para soledades que se acentuarían con la salida a trabajar de muchas madres. Hacia los años sesenta ya ganaba mercado la doble escolaridad y terminaron de ralearse las banditas de pueblo y de barrio.
Aquella atávica capacidad de asociación se vio limitada porque los hogares pasaron a tener menos espacio: las calles, parques y baldíos mucho más peligro. La diversión infantil comenzó a ser (¿necesariamente?) planificada. Las barritas sólo estarían bien vistas por las madres si eran de primas y primos, o de amigos de club. Es en ese nuevo esquema que irrumpe, arrasa, la televisión.

Cuatro décadas de experiencia y océanos de tinta volcados en el tema eximirían de entrar en detalles si no fuese porque, con la TV, nació el marketing del juguete que no te puede faltar. Muchos chicos ansiosos se convertirían en incesantes pedigüeños, o sea. en precoces compradores compulsivos por delegación. Sus esperanzas de alegría moverían cataratas de plástico, de aluminio y de silicio en fábricas prósperas, pero remotas.

Hasta bien entrado el siglo, el juego predilecto entre los chicos había sido quizás el vigilante-ladrón, usualmente mentado vigi y derivado hoy a poliladron, la cacería podía incluir armas de juguete o dedos esgrimidos imaginativamente. Vivo o muerto era la opción: si vivo, no cabía resistencia; si muerto, el abatido debía sobreactuar las heridas y desplomarse a lo Bogart. Es sabido que aun los niñitos más educados y pulcros pugnaban por asumirse como delincuentes perseguidos y no como policías justicieros. Esa preferencia también debería ser explicada a la luz de la historia, la sociedad y el cinematógrafo.

Siempre hubo juguetes soñados y carísimos. Los autos con propulsión eléctrica y los trencitos eléctricos ya existían en los años treinta; las grandes jugueterías ofrecían palacios para muñecas y cuarteles para las colecciones de soldaditos de plomo. Sin embargo, hasta en las familias adineradas solían ser irrisorios los costos de entretenimiento de los niños. Su imaginación, acaso menos estimulada y más disponible que lo que después estaría, aportaba constantemente soluciones al aburrimiento tan temido.

A veces todo se resolvía con mínima inversión, una pelota de cuero con tiento podía costar sus pesos, pero las de goma apenas centavos. La bicicleta seria apreciada por cualquier niña, aunque unos económicos aros de mimbre también le proveían salud y alegría. Los Schuco eran réplicas cuidadas de los Racers europeos, pero en tiempos de grandes premios de carretera todos los chicos jugaban con baratísimas cupés de hojalata mejoradas con masilla. Y una chica podía amar más a su muñeca de trapo con trenzas de lana que a una tersa vampiresa de alto precio.

La artesanía era transferida de unos niños a otros, y así entraban también en posesión de juguetes sin valor en metálico pero entrañables.

La pelota de trapo o simplemente de papel fue el más clásico. Un palo de escoba podía tornarse caballo o espada o bate para el sub-beisbol de la billarda. De una hoja de papel obtenían en segundos un barco o un avión.

Las niñas, con banquetas o sillas y alguna manta, inventaban chaléts o vagones. Piedritas o carozos servían para jugar a la payana; botones, carreteles o lápices brotaban variantes del trompo, el metegol o el yoyó. Un cañito era ya una cerbatana; los elásticos valían para honda temible o sereno rompecabezas; las tapitas de bebidas para mil otros ingenios.

Los chicos eran lo bastante creativos como para entretenerse casi sin otro costo que el de su energía y su instinto social, las reglas de cada juego servían para aprendizaje de legislación y ejercicio de derechos y obligaciones; las discusiones y hasta las rencillas enseñaban lo frágil de toda unanimidad. Y en cuanto a lo que hoy tenemos por estimulación de la inteligencia, los juegos del pasado no andaban tan mal. Al fin y al cabo Colón y Galileo, Einstein y Borges no se formaron apretando mouses ni siquiera el propio Bill Gates.

Página 6 - Fotografías de Pueblo Santa Trinidad

Página 6 - Fotografías de Pueblo Santa Trinidad

Año 1960. Carlitos Paul y José Gertner

Celebración de los 15 años de Marisa Schulsmaister. La acompañaron en tan maravilloso momento sus hermanas Fernanda, Haydeé, Patricia y Marcela

Recuerdo de la fiesta de bautismo de Micaela Campos. En la imagen, rodeada de la ternura y amor de sus padres Patricia Schulsmaister y Fernando Campos

Año 1977. Fiesta de cumpleaños de Mariano Paul

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Humoradas del nono sabio de las colonias

Humoradas del nono sabio de las colonias

Anécdotas que nos contó el abuelo Federico Lagmann, más conocido como “das kleine Fritzie” (El pequeño Federico)

 

Humoradas del nono sabio de las colonias

 

Anécdota I

Abuelo todopoderoso

                                                 

Don Hilario Suppes, de 90 años, visita a su médico personal para realizarse un chequeo de rutina.

El doctor luego de revisarlo y encontrarlo completamente sano, lo invita a sentar frente a él, en el escritorio, para conversar con él, como hacía con todos los pacientes para conocerlos mejor.

-¿Cómo se siente? –pregunta el médico.

-¡Nunca estuve mejor! Mi novia tiene 18 años, ahora está embarazada y vamos a tener un hijo –responde Hilario Suppes.

El doctor piensa por un momento y dice:

-Permítame contarle una historia: Un cazador que nunca se perdía la temporada de caza, salió un día tan apurado de su hogar, que se confundió, tomando el paraguas en vez del rifle. Cuando llegó al campo, se le aparece un avestruz. El cazador levantó el paraguas, le apuntó al avestruz y disparó. ¿A que no sabe que pasó?

-No sé -responde el anciano-.

-El avestruz cayó muerto frente a él.

-¡Imposible! -exclama el anciano- alguien más debe haber disparado.

-¡Pues claro hombre, a ese punto quería llegar! –concluye el médico.

 

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Anécdota II

 

Nunca prestes tu disfraz a nadie

 

Un matrimonio de las colonias que tenía amigos en la Capital Federal y estaba pasando unos días en la casa de ellos, fue invitado a acompañarlos a una fiesta de máscaras y disfraces: un evento al cual ninguno de los dos había asistido jamás.

Llegada la hora de tener que asistir a la fiesta a ella le comenzó a doler muchísimo la cabeza, por lo que le pide al marido que vaya solo. Él protestó, pero ella le dijo que se iba a tomar una aspirina e irse a la cama. El marido se puso el disfraz y se fue solo.

La mujer, después de dormir una hora, se despertó bien, sin dolor. Como era temprano decidió ir a la fiesta. Y como el marido no sabía cuál era su disfraz, ella pensó que sería divertido observar como actuaba él cuando estaba solo. Ella llegó a la fiesta y enseguida vio al marido bailando en la pista con cada chica con la que se cruzaba, tocando un poco por acá y tirando besitos por allá. La esposa se le acercó y empezó a seducirlo. Él dejó a la mujer con la que estaba y se dedicó a la recién llegada. Ella lo dejó avanzar todo lo que él quisiera: después de todo era su marido. En un momento, él le susurró una proposición en el oído y ella aceptó. Salieron de la fiesta y en uno de los autos hicieron el amor.

A medianoche, a la hora de tener que revelar su identidad, la señora se escabulló, fue a su casa, se quitó el disfraz y se metió en la cama, preguntándose qué clase de explicación le iba a dar su marido. Cuando él entró, ella estaba sentada en la cama, leyendo Periódico Cultural Hilando recuerdos.

- ¿Cómo te fue? -le preguntó.

- Bueno, lo de siempre -dijo él-. Ya sabes que no la paso bien cuando no estoy contigo.

-¿Bailaste mucho? –preguntó la esposa

-Ni una sola pieza. Cuando llegué, me encontré con Pedro, Guillermo y otros muchachos, así que nos fuimos a la planta alta y jugamos truco toda la noche. ¡Lo que no me vas a poder creer es lo que le pasó al tipo al que le presté mi disfraz!

 

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Anécdota III

La dentadura postiza

 

Un matrimonio ya anciano, estaba durmiendo tranquilamente cuando el viejo a las tres de la mañana empieza a gritar:

-¡Feliz año nuevo! ¡Feliz año nuevo!

-¡Eh! Viejo, despertate. ¡Estás soñando! Si estamos en septiembre.

El viejo sigue...

-¡Feliz año nuevo! ¡Feliz año nuevo!

La mujer le pone la dentadura postiza para comprender qué es lo que dice su marido:

-¡Felisa me muero! ¡Felisa me muero!