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hilando recuerdos

Juegos que jugaban los niños de antaño

Juegos que jugaban los niños de antaño

Los juegos de antes

 

Los juegos, cuya importancia en la formación del niño resultan indiscutibles, fueron variando con el transcurrir del tiempo y muchos de ellos han desaparecido. También existe una pasión lúdica entre los adultos pero con características y objetivos que difieren de los de la infancia.

 

Aquel establishment secreto de los juegos fue anterior a la llegada de la radio que, en los años treinta, acabó por instalarse en la rutina crepuscular de muchos hogares. Las chicas llegaban a tiempo para escuchar folletines candorosos y los chicos, para aprender a aullar como el Tarzán del éter. Ya no interesaron tanto los libros para niñas y jóvenes que, desde el preciado Tesoro de la Juventud, pasando por Salgad y Louisa M. Alcote, abarcaban hasta los humildes cuentos de Calleja. A las cinco se podía oír a Verne por el radioteatro de la Pandilla Marylin.

Este cambio de hábitos no fue sólo fruto de una aislada oferta light: también ganaban espacios revistas para niños, como el Billiken. y de comics, désde el mítico Til-Bits hasta el Pif-Paf. El Tony y Ra-Ta-Plan. Auxilio para soledades que se acentuarían con la salida a trabajar de muchas madres. Hacia los años sesenta ya ganaba mercado la doble escolaridad y terminaron de ralearse las banditas de pueblo y de barrio.
Aquella atávica capacidad de asociación se vio limitada porque los hogares pasaron a tener menos espacio: las calles, parques y baldíos mucho más peligro. La diversión infantil comenzó a ser (¿necesariamente?) planificada. Las barritas sólo estarían bien vistas por las madres si eran de primas y primos, o de amigos de club. Es en ese nuevo esquema que irrumpe, arrasa, la televisión.

Cuatro décadas de experiencia y océanos de tinta volcados en el tema eximirían de entrar en detalles si no fuese porque, con la TV, nació el marketing del juguete que no te puede faltar. Muchos chicos ansiosos se convertirían en incesantes pedigüeños, o sea. en precoces compradores compulsivos por delegación. Sus esperanzas de alegría moverían cataratas de plástico, de aluminio y de silicio en fábricas prósperas, pero remotas.

Hasta bien entrado el siglo, el juego predilecto entre los chicos había sido quizás el vigilante-ladrón, usualmente mentado vigi y derivado hoy a poliladron, la cacería podía incluir armas de juguete o dedos esgrimidos imaginativamente. Vivo o muerto era la opción: si vivo, no cabía resistencia; si muerto, el abatido debía sobreactuar las heridas y desplomarse a lo Bogart. Es sabido que aun los niñitos más educados y pulcros pugnaban por asumirse como delincuentes perseguidos y no como policías justicieros. Esa preferencia también debería ser explicada a la luz de la historia, la sociedad y el cinematógrafo.

Siempre hubo juguetes soñados y carísimos. Los autos con propulsión eléctrica y los trencitos eléctricos ya existían en los años treinta; las grandes jugueterías ofrecían palacios para muñecas y cuarteles para las colecciones de soldaditos de plomo. Sin embargo, hasta en las familias adineradas solían ser irrisorios los costos de entretenimiento de los niños. Su imaginación, acaso menos estimulada y más disponible que lo que después estaría, aportaba constantemente soluciones al aburrimiento tan temido.

A veces todo se resolvía con mínima inversión, una pelota de cuero con tiento podía costar sus pesos, pero las de goma apenas centavos. La bicicleta seria apreciada por cualquier niña, aunque unos económicos aros de mimbre también le proveían salud y alegría. Los Schuco eran réplicas cuidadas de los Racers europeos, pero en tiempos de grandes premios de carretera todos los chicos jugaban con baratísimas cupés de hojalata mejoradas con masilla. Y una chica podía amar más a su muñeca de trapo con trenzas de lana que a una tersa vampiresa de alto precio.

La artesanía era transferida de unos niños a otros, y así entraban también en posesión de juguetes sin valor en metálico pero entrañables.

La pelota de trapo o simplemente de papel fue el más clásico. Un palo de escoba podía tornarse caballo o espada o bate para el sub-beisbol de la billarda. De una hoja de papel obtenían en segundos un barco o un avión.

Las niñas, con banquetas o sillas y alguna manta, inventaban chaléts o vagones. Piedritas o carozos servían para jugar a la payana; botones, carreteles o lápices brotaban variantes del trompo, el metegol o el yoyó. Un cañito era ya una cerbatana; los elásticos valían para honda temible o sereno rompecabezas; las tapitas de bebidas para mil otros ingenios.

Los chicos eran lo bastante creativos como para entretenerse casi sin otro costo que el de su energía y su instinto social, las reglas de cada juego servían para aprendizaje de legislación y ejercicio de derechos y obligaciones; las discusiones y hasta las rencillas enseñaban lo frágil de toda unanimidad. Y en cuanto a lo que hoy tenemos por estimulación de la inteligencia, los juegos del pasado no andaban tan mal. Al fin y al cabo Colón y Galileo, Einstein y Borges no se formaron apretando mouses ni siquiera el propio Bill Gates.

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