Página 11
Para mi abuelo
Este es el adiós más triste de toda mi vida
Mi abuelo Pedro venía a buscarnos a mi hermano y a mí todos los sábados por la mañana cuando éramos pequeños, para llevarnos al campo. Nos recibía con un abrazo y su sonrisa abierta y sus golosinas que brotaban sorpresivamente de sus bolsillos de la amplia bombacha gaucha que vestía a toda hora. Era nuestro regalo tras una larga semana de estudio y de espera interminable. Nos llevaba al encuentro de abuela Juana y bisabuela Ana, que no sabía una sola palabra de castellano.
Yo aún era muy pequeño y, apenas comenzaba la primaria, y mi castellano tampoco era de lo mejor. Lo llamaba Abelo Pedo, lo que provocaba la risa de todos los que me escuchaban por primera vez. Abuelo ya se estaba acostumbrado y lo tomaba como un gesto de ternura de mi parte.
El tiempo fue pasando y fuimos creciendo. Abuelo seguía viniendo los sábados, a traerle productos que producía en el campo a mi madre (siempre envueltas en un periódico viejo) y a saludar. Pero nosotros ya no queríamos acomapañarlo al campo. Ahora preferíamos quedarnos en las colonias para ir al baile en el club: estábamos en plena pubertad y lo que menos nos interesaba era jugar con abuelo y ver vacas y caballos, preferíamos ver chicas y jugar juegos prohibidos.
Trascurridos los años, y sentado aquí, escribiendo estas líneas en su memoria, recuerdo que lo vi construir un palomar enorme con sus propias manos, y vi como alimentaba a las palomas, vi como las criaba: desde que salían del huevo hasta que aprendían a volar. De esa forma aprendí el secreto de la vida y la fascinación que siento por los pájaros.
Abuelo lo arreglaba todo con cinta aislante: nos construía espadas de madera con las que mi hermano, mi primo y yo nos deshacíamos los dedos en feroces luchas a muerte.
Limpiaba el coche y lo enceraba continuamente. Cuando le daba un rayo de sol el reflejo nos cegaba.
Abuelo me llamaba bromeando "el hijo prodigo" porque cuando entraba por la puerta, se sorprendía al verme en casa en la época que era raro que lo fuera visitar.
Un día abuelo enfermó. Fue triste ver como la enfermedad y la edad lo llevaron a la cama, de donde no volvió a levantarse más.
Desde ese momento comencé a visitarlo todos los fines de semana; pero eso no alcanzaba para curarlo. Con los meses me di cuenta que dejaba de ser él mismo. Perdía peso, divagaba, no nos reconocía, sufría.
Se fue yendo lentamente, despidiéndose en instantes de lucidez y cómo pudo. En ningún momento le temió a la muerte. Era consciente que estaba muriendo; pero no se entregaba. Un atardecer lluvioso cerró sus ojos para no volver a abrirlo jamás.
Hasta siempre abuelo, gracias por todo. Este es el adiós más triste de toda mi vida.
0 comentarios