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hilando recuerdos

Abuelo

Cuando el abuelo envejeció, la memoria se le llenó de recuerdos y la nostalgia anidó en su alma como un pájaro herido. Los ojos profundamente celestes se colmaron de melancolía y el rostro se le pobló de finísimas arrugas. El cuerpo cedió y se encorvó como un árbol centenario inclina su tronco al paso de los años. Sus manos temblaban y sus movimientos eran inseguros. De tan frágil que era, siempre había que velar por su salud. Demasiado frío, le hacía mal. Demasiado calor, también. De la comida, ni que hablar... nada de sal, poca carne, mucha verdura... y sin embargo, jamás se quejó. Aceptaba la realidad tal como era. Poseía una enorme fortaleza y un arraigado orgullo bien entendido. "Muss mer alles nehme wis kommt", decía. "Der Herr Gott wos wasser macht". (“Se debe tomar todo como viene” – “Dios sabe lo que hace”)

El abuelo era comprensivo y noble y nos llenaba el alma de historias. Sentado sobre su falda aprendimos que existe un río lejano y misterioso llamado Volga y una aldea de ensueño donde él nació. Nos enteramos que un día se hizo a la mar para venir a la Argentina. Supimos de su secreta tristeza y de su hondo dolor, porque allá, allende el mar, quedó sus parientes, que nunca volvió a ver. Y nos emocionamos escuchándolo cantar melancólicas canciones que hablaban de amores imposibles, de despedidas y adioses permanentes.

El abuelo era dulce y tierno. Sabía comprendernos y era nuestro compinche cuando había que guardar un secreto, sobre todo si cometíamos alguna diablura de la que no tenían que enterarse mamá ni papá. Compartía nuestros juegos, nos enseñaba juegos nuevos, y nos miraba hacer la tarea, satisfecho de que sus nietos pudiéramos estudiar y ser alguien en la vida. Ya que el pobre abuelo solamente había podido estudiar hasta segundo grado y por eso, apenas si sabía leer y escribir. Pero eso no nos importaba, sabíamos que él era un hombre bueno y que era el mejor abuelo del mundo. Con el tiempo aprendimos que el poseía el más sabio de los conocimientos, que es la sabiduría que da la vida.

Estábamos tan unidos al abuelo que nunca pensamos que un día tendríamos que separamos: aún éramos muy niños para saber que hay una ley de la vida que dice que toda existencia humana tiene un límite y que ese límite es la muerte.

Y un día nos despertamos con la noticia de que el abuelo había fallecido. El mundo mágico, ese universo de cristal y cuento de hadas, se deshizo de golpe, se rompió para siempre. Sentimos un gran vacío y una tristeza que parecía no tener consuelo. Ni siquiera en los brazos de mamá pudimos comprender por qué Dios se llevaba a nuestro abuelo.

Enojados con el destino, junto a la familia velamos su cuerpo y acompañamos sus restos al cementerio, llorando desconsoladamente.

Frente a su tumba, y antes de marchamos, prometimos ser todo lo que el abuelo esperaba de nosotros, para que pudiera sentirse orgulloso de sus nietos. También prometimos que nunca lo íbamos a olvidar. Promesa que cumplimos, al escribir este relato.

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