Página 19: ¿Tengo cara de suegra?
Ascenso en la escala del parentesco.
¿Tengo cara de suegra?
El sonido del timbre me sobresalta. Me había sentado en mi dormitorio para dedicar un pequeño espacio de tiempo a la relajación y a la búsqueda del silencio. Es algo que me ayuda y me hace sentir bien. Pero… ¡Siempre sucede lo mismo! Apenas han pasado unos minutos desde que me he acomodado en la cama y ya estoy dando cabezadas. Y no sólo eso: siempre suena el timbre.
Me asomo a la ventana.
-“¿Quién es?”-preguntó.
Es un joven rubio, delgado. Lleva un traje oscuro y un ligero maletín. Tiene todo el aspecto de ser uno de los ya clásicos vendedores de libros o Testigos de Jehová que pululan por las colonias en busca de nuevos fieles.
-¿Puedo conversar con usted un momento?-me dice tímido y respetuoso.
Vamos a ver qué quiere este tipo, pienso.
Abro la puerta de calle para conversar y enseguida me comienza a hablar de Dios. Abre una Biblia y empieza a leer de ella y a explicarme lo que leyó, como si fuera una ignorante de la palabra de Dios.
-Este se olvida que las colonias son pueblos católicos –me digo a mí misma.
Lo miro fijamente y queda desconcertado.
-Supongo que usted será la suegra… -comenta tartamudeando.
-¿Así que tengo cara de suegra? –le pregunto.
Hasta ahora, las suegras eran siempre otras, no yo.
-No… Bueno…. O será la tía de los que viven aquí…
Se atraganta. Balbucea. Toma aire.
-Bueno, lo que quiero decir es que en esta casa vive un matrimonio joven con hijos pequeños. ¿No es verdad?
-Pues…no –le contesto ahora sí ofendida de verdad-. Aquí vive un matrimonio, pero no joven, ni con niños.
-Es que… -se atraganta- me han dicho que vivían aquí.
-Viven ahí. En la casa de al lado.
-Perdone ¿eh? –se disculpa con la cara roja como un tomate.
-Que le haya dicho que es la suegra no quiere decir que tenga que ser usted mayor –vuelve a disculparse-. Hay suegras muy jóvenes -dice mirándome con gesto conciliador.
-La verdad es que yo ya podría ser suegra, y casi abuela” –le digo mientras se me escapa una ruidosa carcajada.
-Adiós –se despide nervioso y sin saber cómo salir corriendo-. Y perdone. Dios sabe lo que hace. Por algo habrá generado este encuentro…
Lo atajo antes que continúe con su sanata.
Ahora soy yo la que se disculpa y le digo que tengo mucha ropa para lavar. Y cierro la puerta, mientras con una amplia sonrisa en los labios, reflexiono sobre mi inesperado ascenso en la escala del parentesco.
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