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hilando recuerdos

Edición Nº34 (Junio de 2009)

 

Año 1962: Miguel Frank, Jorge Duckardt, Juan Strevensky, Marcos Strevensky, Jacobo Schwab, José Strevensky, Adolfo Becher y Jorge Bahl (Gentileza de Isabel Ofelia Roth).

Año 1958: Reunión de un grupo de amigos integrado por Juan Eugenio Frank, Santiago Arce, Mario Ziegelman, Marcelo Frank, Juan Kaiser, Mario Wagner (Gentileza de Juan Frank).

Olinda Ming y Jacobo Hubert en su época de noviazgo (Gentileza de Eugenia Frank).

 

Año 1962: Enlace matrimonial de los esposos Isabel Ofelia Roth y Juan Eugenio Frank. Padrinos: Nelly Frank y Jorge Schwab (Gentileza de Juan Frank).

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La casa de mis abuelos y sus recuerdos

Colaboración de

Ana Laura Desch

Volví a la casa de mis abuelos después de cinco años de que fallecieron. Ingresé en ella y la encontré vacía y solitaria. Llena de polvo, olor a humedad y recuerdos. Cada habitación, cada cajón de los muebles, cada pedacito de ese lugar me pertenecía: era mío desde el día que nací y los abuelos me llevaron por primera vez a esa vivienda enorme donde fui tan feliz. Y con lágrimas en los ojos, me pregunté: ¿Cómo puede ser que esté tan sola y abandonada? ¿Dónde están mis tíos? ¿Por qué nadie de la familia vive en ella?

 

Los recuerdos seguían estando allí, tal como los dejé cuando partí para estudiar. Llenos de polvo, moho, y un poco deteriorados por el paso de los años; pero continúan allí. Intactos al olvido. Al menos para mí. En la mesa de la cocina, en cada mueble, cada pequeño detalle de los antiguos cuadros color sepia que rememoran tiempos idos de mis abuelos que ya no están para recordarme los detalles que el fotógrafo inmortalizó… mi mirada encontraba nostalgia. Y escenas… Infinidad de escenas felices… Aunque algunas no tanto, debo reconocerlo. Porque vivir no es tarea sencilla.

Mis abuelos no están. Aunque la casa esté igual, mis abuelos no están. Ambos fallecieron. No pudieron esperar mi regreso. Tardé mucho en volver. Lo sé. Pero qué iba a hacer… Quería vivir mi vida. Cómo todos. Cómo mis abuelos también lo hicieron. Siempre mirando al frente, sin recordar el pasado hasta que es demasiado tarde para decirle a alguien cuánto lo amamos.

En el cajón de la alacena de la cocina están todavía todos mis juguetes, Cuánta melancolía. Cuanta tristeza. Mis útiles escolares: mis cuadernos, mis lápices, mordidos, con la punta quebrada… añejo y solos. Tan solos como yo.

¿Para qué regresé? No lo sé. ¿Qué esperaba encontrar? Tampoco lo sé. Tal vez tenía necesidad de volver a visitar la casa de mis abuelos y reencontrarme con mi pasado, con mi identidad.

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Vivir en un geriátrico

 

El beso de las buenas noches

 

Cada tarde, cuando Ana inicia su turno de enfermera de noche en el geriátrico, recorre los pasillos del asilo deteniéndose en cada puerta para charlar y observar. A menudo María y Juan están sentados con sus álbumes de recortes sobre el regazo, recordando el pasado a través de las fotografías. María le enseña con orgullo las fotos de los años pasados. Juan es alto, rubio y de ojos celestes; María, hermosa, risueña y dulce. Dos bellos abuelos de 78 y 83. Dos enamorados sonriendo a la vida. Dos ejemplos dignos de rescatar y mostrar a la sociedad para que todos sepamos que también existe otra realidad.

 

En esas tardes de ensueño, en que ambos miran sus fotografías, están encantadores los dos juntos, con la luz de la ventana reflejándose en sus cabellos blancos, sus rostros arrugados por el tiempo sonriendo al recordar aquellos años, atrapados y guardados para siempre en sus álbumes.

Ana, la enfermera del geriátrico, extasiada de la imagen, continúa su tarea. Viendo como María y Juan a veces pasean tomados de la mano recorriendo el corredor. Manteniendo una conversación, entre sonrisas, cuchicheos y reflexiones expresadas con seriedad, en un debate que los lleva a intercambiar opiniones respecto al amor y la lealtad de la pareja y sobre qué va a ocurrir si muere uno de los dos.

Todos en el geriátrico saben que Juan es el fuerte y que María depende de él. Y se preguntan: “¿Qué haría María si Juan es el primero en morir?” Pero no llegan a ninguna conclusión. El destino es quien tiene la repuesta.

La hora de acostarse es un ritual. Cuando la enfermera Ana le lleva la medicina de la noche, María está sentada en el sillón, en camisón y pantuflas, esperando su llegada. Entonces se toma la pastilla ante la mirada de Juan. A continuación, Juan le ayuda con sumo cuidado a trasladarse del sillón a la cama y arropa su delicado cuerpo.

Al presenciar la afectuosa acción, Ana muchas veces piensa: “Santo Dios… ¿Por qué este geriátrico no tiene camas para las parejas casadas? Han dormido toda la vida juntos, pero en este asilo deben hacerlo en camas separadas. Se les priva noche tras noche del bienestar de toda una vida”.

“Qué estúpida es esta regla”, continúa pensando la enfermera mientras ve como Juan extiende el brazo para apagar la luz de la cabecera de la cama de María. Y como luego se inclina despacio y la besa con ternura. Como le acaricia la frente, la mejilla y cómo los dos sonríen.

Todas las noches, cuando la enfermera se retira de la habitación escucha a Juan decir: “Buenas noches, María” y a María responder: “Buenas noches, Juan”, desde sus camas separadas por el espacio de una habitación.

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Desde el alma

 

La primera vez

Colaboración de

Rigoberto Paul

La primera vez que te vi
mis ojos se iluminaron.

La última vez que te vi
mis ojos rompieron en llanto.

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Historias de refranes

El que se fue a Sevilla, perdió su silla

Seguramente los ha escuchado y dicho miles de veces. Pero… ¿de dónde vienen los refranes, cómo nacieron? Periódico Cultural Hilando recuerdos se lo cuenta en artículos que publicará a partir de esta edición, comenzando con el que dice: “El que se fue a Sevilla, perdió su silla”.

Cuentan que durante el reinado en Castilla de Enrique IV de Trastámara, un sobrino de don Alonso de Fonseca -arzobispo de Sevilla- fue a su vez designado arzobispo de Compostela, pero suponiendo el tío que, a causa de las revueltas que agitaban Galicia, a su sobrino le costaría mucho tomar posesión de su cargo, se ofreció para adelantarse a Santiago para allanarle las dificultades, pero a cambio, le pidió a su sobrino que lo reemplazase en los negocios de su sede en Sevilla.

Efectivamente, así se hizo y con el mejor resultado, de manera que una vez que don Alonso, concluida la gestión, regresó a Sevilla, se halló con la desagradable sorpresa de que su sobrino se resistía a abandonar la sede que regenteaba, alegando que el arreglo había sido permanente. Para reducirlo, se hizo necesaria la intervención del Papa y hasta la del propio rey Enrique.

El joven, una vez que regresó a Santiago, terminó preso y sentenciado a cinco años de condena por otros delitos, pero su carrera continuó y llegó a ocupar los más altos cargos eclesiásticos, teniendo que ceder su arzobispado a su propio hijo.

De aquel suceso, muy comentado en su tiempo, nació el dicho que seguramente en su origen debió ser el que se fue "de" Sevilla, perdió su silla y no como lo conocemos hoy, el que se fue "a" Sevilla, perdió su silla, porque en realidad, don Alonso no fue a Sevilla sino a Santiago de Compostela, para lo cual debió irse de Sevilla y... dejar su silla.

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Fábulas argentinas

Invasión de hormigas

Por Godofredo Daireaux

Magnífico era el jardín. Cuidadas con cariñoso esmero, crecían las plantas con lozanía, prometiendo una regia cosecha de flores.

Una mañana vio el jardinero un pequeño insecto negro en una de las callecitas, pero no le hizo caso. Pocos días después, vio varios otros de la misma clase. Negros eran, activos, corrían por todas partes, como inspeccionándolo todo, y el jardinero los empezó a mirar con interés. Parecían inofensivos, eran pocos y pequeños, y por lo demás, no hacían daño.

Se acostumbró a verlos y dejó que en paz hicieran una cuevita, apenas visible, de la cual salían en procesión y a la cual volvían cargados de hojas de yuyos que por allí se cortaban, cumpliendo con ciertos ritos fijados de antemano, al parecer.

Primero los creyó inteligentes y parecían en realidad serlo, pero pronto vio que sólo tenían rutina, que nunca salían del caminito trazado por ellos y que su aparente inteligencia tenía límites estrechos que no podían franquear.

Pronto supo también el jardinero que eran dañinos.

Aunque parecieran ser todos del mismo sexo, su multiplicación iba siendo enorme y constante. Un día vio que se llevaban hojas que no eran ya de los yuyos del jardín, sino de una planta fina, nuevita, apenas brotada, y observándolos desde ese día con inquietud, vio que siempre con preferencia se apoderaban de las plantas nuevas, cortándoles las hojas para llevárselas a la cueva, donde amontonaban en secreto sus tesoros.

Y poco a poco se multiplicaron las cuevas; las procesiones se hicieron interminables y las plantas arruinadas fueron muchas y cada día más.

Vinieron otros insectos parecidos, colorados, blancos y amarillos, y todos hacían daño, aunque algo menos quizá que los negros, y se peleaban entre sí.

El jardinero no sabía cómo hacer para ahuyentar esa plaga, y mientras buscaba por qué medio lo haría, aumentaban los enemigos, destruyéndolo ya todo, no dejando una planta intacta, innumerables, insolentes e insaciables, imponiendo su dominación en todo el jardín y arruinándolo todo, cavando cuevas o edificando casillas por todas partes.

Hasta que el jardinero, no pudiendo ya sufrirlos más, resolvió destruirlos. Mucho trabajo le costó, y sólo después de mucho tiempo consiguió hacerles desaparecer de sus dominios, y sintió de veras haberles dejado entrar.

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Para reflexionar sobre la consecuencia de nuestros actos

 

¡Y luego dicen que las pequeñas cosas no son importantes!

 

Su nombre era Fleming, un agricultor pobre. Un día, mientras trataba de ganarse la vida para su familia, escuchó a alguien pidiendo ayuda desde un pantano cercano. Inmediatamente soltó sus herramientas y corrió hacia el pantano.

Allí, enterrado hasta la cintura en el lodo negro, estaba un niño aterrorizado, gritando y luchando tratando de liberarse del lodo. El agricultor Fleming salvó al niño de lo que pudo ser una muerte lenta y terrible. Al día siguiente, un carruaje muy pomposo llegó hasta los predios del agricultor. Un noble inglés, elegantemente vestido, se bajó del vehículo y se presentó a si mismo como el padre del niño que Fleming había salvado.

-"Yo quiero recompensarlo," dijo el noble británico. "Usted salvó la vida de mi hijo".

-“No, yo no puedo aceptar una recompensa por lo que hice" respondió el agricultor ingles, rechazando la oferta. En ese momento el propio hijo del agricultor salió a la puerta de la casa de la familia.

-"¿Es ese su hijo?" -preguntó el noble.

-"Si," -repuso el agricultor lleno de orgullo.

-"Le voy a proponer un trato. Déjeme llevarme a su hijo y ofrecerle una buena educación. Si él es parecido a su padre crecerá hasta convertirse en un hombre del cual usted estará muy orgulloso".

El agricultor aceptó.

Con el paso del tiempo, el hijo de Fleming el agricultor se graduó en la Escuela de Medicina de St. Mary’s Hospital en Londres y se convirtió en un personaje conocido a través del mundo, el notorio Sir Alexander Fleming, el descubridor de la Penicilina.
Algunos años después, el hijo del noble ingles, cayó enfermo de pulmonía. ¿Qué lo salvó? La Penicilina.

¿El nombre del noble inglés? Randolph Churchill. ¿El nombre de su hijo? Sir Winston Churchill.

¡Y luego Dicen que las pequeñas cosas no son importantes!

 

Para comprender en su justa medida y dimensión histórica esta anécdota, es menester recordar quiénes fueron Alexander Fleming y Winston Churchill y que aporte realizaron a la humanidad.

Alexander Fleming nació en Escocia a finales del siglo XIX. Su fama como médico y científico se debe al descubrimiento de la penicilina, un antibiótico que ha permitido curar a muchas personas con enfermedades infecciosas.

Winston Churchill (1874-1965) fue uno de los políticos más importantes del siglo XX. Ejerció como primer ministro británico durante la II Guerra Mundial, entre 1940 y 1945; y más tarde, desde 1951 hasta 1955. También resultó galardonado, en 1953, con el Premio Nobel de Literatura

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Anécdotas históricas

 

El alquimista pobre

 

En una ocasión un famoso alquimista escribió una obra titulada “Crisopeya o arte de fabricar oro” y se la presentó al papa León X. Claro está que una obra que enseña a fabricar oro tiene un valor inapreciable y el alquimista esperaba ser recompensado generosamente por hacer entrega de esta información a la Santa Madre Iglesia.

Pero la iglesia, o más bien sus representantes, en no pocas ocasiones son personas de gran sabiduría, vasto ingenio y fino humor. Y así, el papa León X le entregó al ilustre alquimista una bolsa vacía en pago por su obra. El alquimista debió pedir una explicación al pontífice y este le contestó: “No te doy la bolsa llena de monedas porque, sin duda, te será fácil llenarla aplicando tus conocimientos de alquimia”. ¿Quién emite replica contra esta afirmación? Es perfectamente lógica.

Página 18 - Fotografías de Pueblo Santa María

 

Alumnos que egresaron del Jardín Parroquial Santa María en el año 1998: Manuel Distel, Guliana Gavazza, Maximiliano Fogel, Camila Roth, Andrés Appelhanz, Daisy Scheffer, Santiago Krieger, Martín Roth, Martina Graff, Marcos Weinbender, Yanina Sieben, Ismael Eberle, Bruno Roth, Jonathan Hergenrother, Andrés Reser, Milagros Schroh, Jesús Sieben, Santiago Beier, Laura Hernández, Ezequiel Stremel, Esteban Meier. Docentes: Karina Geringer y Marta Holzmann (Gentileza de Adela Ríos).

 

Equipo de fútbol de primera división año 1997, de Club Social, Deportivo y Cultural El Progreso: Jorge Gregorio Streitenberger (D.T.), Omar Stremel, Gustavo Cabeza, Gustavo Delgado, Martín Giru, César Schoffer, Gustavo Siciliano, Eduardo Meier (Presidente); Sergio Scheffer, Mauro Mellinger, Fernando Appelhanz, Darío Graff, Javier Engraff, Carlos Hergenreder (Gentileza de Irma).

Año 1989. Recuerdo del enlace matrimonial de los esposos María Cristina Schwab y Miguel Ángel Miller (Gentileza de María Cristina Schwab).

Fiesta de cumpleaños de Belén Schwab. Compartieron tan feliz acontecimiento: Lucrecia Meier, Laura Miller, Natalia Roht, Sol Frank, Ezequiel Frank y Cristián Frank (Gentileza María Cristina Schwab).

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Extraordinario éxito de ventas del libro La Vida Privada de la Mujer Alemana del Volga, del escritor Julio César Melchior

 

Ya está a punto de agotarse también la segunda edición

 

Es uno de los libros más importantes en la carrera literaria del escritor Julio César Melchior. Una obra en la que desarrolla una investigación jamás realizada sobre la vida privada de la mujer alemana del Volga. Abarcando puntos trascendentes y complejos de su vida más íntimos. Realizando un estudio filosófico y psicológico de la mujer. Analizando el ambiente social, económico y sexual con toda su carga existencial. En fin, una obra que reivindica la vida de la mujer no solamente alemana del Volga sino de todas las mujeres en general.

 

La obra es la puesta en perspectiva histórica de la vida privada de la mujer alemana del Volga desde el punto de vista psicológico y filosófico. Reconstruye su pasado haciendo una descripción y un análisis de su yo privado. Indaga en los espacios, a veces muy restringidos, de su vida, y en la responsabilidad, o no, que tenía de sus actos, en un universo social basado en el patriarca, en donde el hombre tenía el control de todo y era el centro alrededor de cuyo poder se desarrollaban las costumbres y tradiciones. En el cual la mujer era considerada en la mayoría de las veces un actor secundario sin ideas, sentimientos y deseos propios. Sobre todo en los órdenes social, económico y sexual.

Por todo esto, esta obra es un homenaje a la vida privada de las abuelas alemanas del Volga que merece ser leído. Y también merece ser adquirido como homenaje al escritor Julio César Melchior que tuvo el valor y el coraje de escribir este libro necesario y útil.

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Para meditar

¿Cuál es el límite para sufrir por alguien?

¿Qué tan dispuestos estamos a sufrir por alguien? ¿Cuál es el límite? La respuesta es personal e intransferible.

La egoísta sensación de merecer que surge por el hecho de dar, no es siempre egoísmo o utilitaria generosidad, sino auténtica dignidad.

Cuando damos lo mejor de nosotros mismos, cuando decidimos compartir nuestra vida en intimidad, cuando abrimos nuestro corazón de par en par y desnudamos nuestra alma hasta el último rincón, cuando perdemos toda vergüenza, cuando los secretos dejan de serlo, al menos merecemos comprensión.

Por supuesto que merecemos en virtud de honesta y franca dignidad.

Que se menosprecie, ignore, olvide o desconozca fríamente el amor que regalamos a manos llenas es desconsideración, vileza del ser, o, en el mejor de los casos, ligereza.

Cuando amamos a alguien que, además de no correspondernos, desprecia nuestro amor, estamos en el lugar equivocado.

Definitivamente, esa persona no se hace merecedora del afecto que le prodigamos. Con una nueva conciencia la disyuntiva empieza a dejar de serlo, la cuestión empieza a hacerse clara y transparente, obvia: si no me siento bien recibido en algún lugar, empaco y me voy.

Nadie de corazón sensato se quedaría tratando de agradar o disculpándose por no ser como les gustaría a los otros que fuera. R.W. Emerson lo expresó de sublime manera: “La verdad es más hermosa que el fingimiento del amor”.

En cualquier relación de pareja que tengas, no te merece quien no te ame, y menos aún, quien te lastima.

¡Haz surgir una nueva conciencia en ti! Incluso, si alguien te hiere reiteradamente sin “mala intención” – este absurdo existe - es posible que te merezca, pero en verdad no te conviene. Definir tus límites, basados en tu dignidad, es el mejor modo de conservar tu… ¡Emoción por existir!