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hilando recuerdos

Dios, Patria, Hogar

Los primeros años en los pueblos alemanes

Investigación especial XII (Última parte)

Los comienzos de Pueblo Santa Trinidad, San José y Santa María fueron duros. La agricultura –baluarte del desarrollo de los alemanes del Volga- resultó decepcionante durante varios años. Las cinco primeras cosechas se las llevó la helada. Como los colonos estaban empeñados en lograr a toda costa trigo, la compañía Curumalán les siguió acordando nuevos créditos para evitar que cundiera el desaliento. Con tesón y esfuerzo consiguieron doblegar tanto fracaso. A medida que fueron interiorizán­dose de las características del terreno, los resultados mejora­ron. En pocos años las cosechas del sur bonaerense fueron altamente satisfactorias.

Las colonias comienzan a surgir

Fue delicia ver cómo poco a poco aparecieron las huertas caseras; la tierra era tan fértil que bastaba tirar la semilla para obtener las mejores hortalizas. Poco tiempo después de su lle­gada muchos colonos cultivaban quintas frutales y comían sus propias verduras. Muchas mujeres trabajaban en estos menesteres de la quinta y sus productos cobraron fama. ¿Quién no recuerda la quinta de la abuela, sus sandías, sus melones, sus ajos, sus tomates? ¿Quién no la veía, en los días de verano, carpiendo y regando su quinta? Los dramas económicos vinieron después; hubo cosechas con malos resultados; deudas a los co­merciantes; orugas y langostas; sequías y excesos de lluvia. La cría de la gallina fue una actividad familiar que ayudó a vivir en los primeros tiempos, efectuada en forma sencilla, sin galli­neros y sin conocimientos. Las madres de la colonia se ingenia­ron y miles de pollitos correteaban alrededor de la casa; nunca faltó una gallina para el puchero. Los golpes fueron duros en los primeros años, pero la fe de la mayoría nunca flaqueó y aquel génesis forjó almas fuertes y llenas de fe en el tra­bajo. Varios factores contribuyeron a la afirmación de los inicia­dos sobre la tierra: el ilimitado valor de los pioneros ante los desastres, su fuerza de voluntad, que renacía con cada golpe, en un anhelo místico de conquistar para siempre las campiñas de la "tierra soñada"(... )

Lentamente fue corriendo el tiempo: 1887, 1888, 1889, 1890... Mil pequeños detalles amargaban la vida de los pioneros. El ambiente nuevo y las costumbres de la fauna silves­tre, desconocidas para ellos, creaban las consiguientes inquietu­des para grandes y pequeños. Un hecho tan simple como la des­aparición de los huevos en el gallinero, de los pollitos en el nido o de algunas tiras de cuero sobado, ponían una nota de temor en el ambiente, porque nadie sabía quienes eran los culpables. En los días de ardiente calor había que estar espiando a los la­gartos y perseguirlos a latigazos; buscar a las comadrejas ocultas en los huecos de los árboles o en los mismos nidos de las gallinas. Un día aprendieron a reconocer a los zorrinos y a cuidarse de sus emanaciones... y los zorros no sólo se comían las coyundas de los yugos, sino que una noche cualquiera arrasaban con todo el gallinero, sin que se sintiera nada bajo el silencio de un cielo estrellado. Muchas veces se perdían los caballos de trabajo o algún matrero robaba los caballos en el momento más urgente de la siembra, sin que pudieran ser encontrados... y la desesperación cundía. No sabiendo distinguir las serpientes venenosas de las culebras inofensivas, las confundían a menudo, con casos lamen­tables de angustia inútil, cuando a veces aparecía uno de esos ofidios enroscado en la cocina o debajo de la cama. Después la soledad, que roe la vida del campesino, la nostalgia de la lejana familia, los recuerdos del pasado. A pesar de la disposición que se dio a la colonia los vecinos en sus campos se hallaban alejados y cada uno debía resolver por sí mismo, en un momento dado, sus problemas del día.

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