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hilando recuerdos

¿Quiénes son los alemanes del Volga?

Comienza la historia de los descendientes de alemanes del Volga...

Alemania arrasada por las guerras

Investigación especial I

“A finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, el Imperio estaba eclipsado por Francia e Inglaterra. La tambaleante estructura imperial estaba sostenida por la gran cantidad de príncipes menores, quienes deseaban su protección, ante la presión de los grandes príncipes, que demandaban mayor libertad para ampliar sus posesiones”. Palabras de Alfred von Gottfriedt, Cronista del siglo XVIII.

Los ejércitos destrozan el imperio

Todo comenzó por la guerra de Sucesión española (1701-1714) que surgió por la lucha sobre el derecho del nieto de Luis XIV, futuro Felipe V, para heredar el trono español. Baviera se puso del lado de Francia, porque Luis XIV prometió al elector la corona de los Países Bajos españoles. Brandeburgo apoyó a los emperadores Leopoldo I y José I a cambio del reconocimiento imperial de Prusia como reino. Los otros Estados europeos también se aliaron con el Imperio para bloquear la unión dinástica de Francia y España. Ejércitos grandes, bien adiestrados y dotados lucharon en Baviera y Alemania occidental, haciendo estragos y dejando la ruina a su paso. Cuando ambas partes quedaron agotadas, aceptaron los Tratados de Utrecht.

Invadidos desde el oeste, los príncipes alemanes se encaminaron hacia el norte y este, donde entraron en conflicto con Suecia en el mar Báltico. En la primera guerra del Norte (1655-1660), el emperador y el elector de Brandeburgo apoyaron a Polonia y Dinamarca contra Carlos X Gustavo de Suecia. Las consecuencias del enfrentamiento no implicaron muchos cambios.

En la segunda guerra del Norte (1700-1721), que corrió paralela a la guerra de Sucesión española, Sajonia, Polonia, Brandeburgo-Prusia, Hannover, Dinamarca y Rusia unieron sus fuerzas contra Suecia. Al final de la misma, los tratados de Frederiksborg y Nystad (1721) devolvieron Polonia al elector de Sajonia Augusto (que como rey de Polonia gobernó como Augusto II), transfirieron Stettin y Pomerania Occidental de Suecia a Brandeburgo-Prusia, y Rusia ocupó las posesiones del Báltico oriental que mantenía Suecia.

Los alemanes también tuvieron que enfrentarse con los turcos otomanos, quienes, después de un periodo de tranquilidad, se expandieron vigorosamente en el sureste de Europa. Cuando invadieron Hungría en 1663, las tropas imperiales pudieron derrotarlos y obtener una tregua de 20 años. Sin embargo, las guerras turcas continuaron hasta que el brillante general Eugenio de Saboya condujo las tropas imperiales al triunfo en Senta (1697). Por el Tratado de Karlowitz (1699) los Habsburgo anexionaron la mayor parte de Hungría; el país que estaba prácticamente despoblado se volvió a colonizar con veteranos alemanes y se impuso la autoridad imperial centralizada en Viena.

Hacia 1740 los demás Estados alemanes se habían rezagado en su desarrollo, dejando a Austria y Prusia como rivales por el dominio de Europa Central.

La familia de los Hohenzollern, que había ocupado Brandeburgo en el siglo XV, había adquirido también un número de territorios adicionales y geográficamente desconectados en el oeste. Fuera del Imperio, al este se encontraba el área más importante, Prusia, que habían heredado como un ducado polaco en 1618 y que se convirtió en un reino independiente en 1701. Gradualmente, todas las posesiones de los Hohenzollern se conocieron como el reino de Prusia.

Federico Guillermo I de Prusia era un militar enérgico y testarudo determinado a unir sus dispersas posesiones en un único estado moderno donde la presencia de lo militar sería constante. Al suprimir los derechos de aduanas y los intereses locales, creó una burocracia honesta y eficiente, la cual recaudaba fondos en todo el país con destino al tesoro público para consolidar un ejército permanente.

Federico II el Grande estuvo tanto en el campo de batalla como en su palacio de Sans Souci cerca de Berlín, donde disfrutaba con la literatura francesa y la música. Sin embargo, gastó la mayor parte de su vida en extender el territorio de Prusia a costa de Austria y Polonia, y perfeccionar y reorganizar el gobierno prusiano y la economía para servir mejor al Ejército.

El emperador Carlos VI, de Austria, ansioso de mantener unificados los dominios de los Habsburgo, promulgó la Pragmática Sanción en 1713, al declarar que su única hija, María Teresa I, le sucedería. Cuando murió en 1740, los electores de Baviera y Sajonia rechazaron la Pragmática Sanción argumentando que tenían derechos prioritarios a través de sus esposas. Federico II ofreció su apoyo a María Teresa a cambio de la rica provincia de Silesia. Convencido de la justicia de su causa, ella rechazó tal propuesta. Federico invadió inmediatamente Silesia, precipitando la guerra de Sucesión austríaca (1740-1748). Los bávaros, sajones y franceses invadieron Austria y Bohemia, mientras Gran Bretaña, los Países Bajos y Rusia acudieron en ayuda de Austria.

Alarmados por las victorias militares de Federico, María Teresa firmó la paz con él en 1742, cediéndole Silesia. Sin embargo, Austria y sus aliados tuvieron éxito al conquistar Baviera para reponer la pérdida de Silesia. Por la Paz de Aquisgrán, el marido de María Teresa, Francisco, duque de Lorena, fue reconocido como emperador, aunque fue ella quien reinó en realidad. A cambio, María Teresa cedió Baviera y permitió a Prusia mantener Silesia.

La aparición de Prusia como una gran potencia llevó a un cambio radical de alianzas y a nuevas hostilidades. María Teresa, determinada a reconquistar Silesia, hizo una alianza con la emperatriz Isabel de Rusia. Jorge II de Gran Bretaña, ante el temor de un posible ataque francés sobre sus territorios patrimoniales de Hannover, firmó un tratado de neutralidad con Federico. La vieja rivalidad entre los Habsburgo y los Valois se olvidó, ya que el ministro austriaco, el príncipe Kaunitz, llevó a Luis XV, temeroso de Prusia, a una alianza con María Teresa. Federico, anticipándose al cerco, atacó primero e invadió Sajonia y Bohemia, lo que dio comienzo a la guerra de los Siete Años (1756-1763).

El conflicto se propagó, pues los austriacos invadieron Silesia, los rusos marcharon sobre Prusia y los franceses atacaron Hannover. A pesar de su buena dirección, Federico pronto se encontró muy presionado por sus enemigos. Fue salvado oportunamente por la muerte de Isabel de Rusia y la sucesión de Pedro III, que admiraba a Federico y firmó la paz de inmediato. Los franceses, agotados, también firmaron la paz. El 15 de febrero de 1763 se firmó el Tratado de Hubertusburg (Sajonia), que restableció la situación con Federico, manteniendo Silesia.

La soberbia de los príncipes

El final de las contiendas religiosas y de la amenaza turca dio a los alemanes nueva confianza. En el siglo XVIII, la cultura alemana, influida por los movimientos artísticos e intelectuales franceses, ingleses e italianos, alcanzó un momento brillante. Los príncipes, resistentes al control imperial y a anular las dietas locales, se hicieron monarcas absolutos. Centralizaron sus gobiernos y establecieron economías mercantiles. Al contratar a los artistas más destacados, hicieron de sus capitales centros artísticos e intelectuales, con palacios, iglesias, museos, teatros, jardines y universidades.

La vida social y cultural se centró en las cortes, que también fueron la principal fuente de ascenso social y político. Los cortesanos despreciaban a los ciudadanos y campesinos, útiles sólo para el pago de impuestos que servirían para mantener los lujos de la vida cortesana. Los príncipes también mantenían sus cortes al aceptar aportaciones extranjeras y vender jóvenes campesinos como soldados mercenarios. Para escapar de la guerra y la contribución, muchos alemanes emigraron.

Un país devastado

Alemania era un conjunto de principados destrozados por la guerra. Un territorio arruinado y un pueblo empobrecido y hambriento. Es en ese momento crucial de su historia cuando se inicia la epopeya de un numeroso grupo de familias alemanas que dos emigraciones, dos siglos y varias generaciones después serán conocidos mundialmente como descendientes de alemanes del Volga, radicándose, algunos de ellos, en la República Argentina.

 

Continúa la historia de los descendientes de alemanes del Volga...

La zarina Catalina II convoca a colonizar tierras rusas

Investigación especial II

“Las aldeas de Alemania se erigían humeantes y desoladas, las campiñas, otrora florecientes y productivas, despojadas de toda su riqueza de tanto soportar sobre sus fértiles campos innumerables batallas y un sinnúmero de muertes: las tierras yacían yermas y vacías como desiertos. Vastedades inmensas sin vestigio de vida humana, animal o vegetal. Las ciudades se encontraban arruinadas. La población había disminuido de manera considerable e increíble. El pueblo estaba sumido en la más absoluta miseria... Y como bendición de Dios, llegó la salvación a tanta desolación: Catalina II La Grande de Rusia lanzó un Manifiesto por toda Europa para colonizar tierras rusas a cambio de todo lo que nos hacía falta y más, mucho más”, palabras redactadas en alemán al margen de un antiguo devocionario.

Alemania era una organización imperial con muy pocos habitantes apenas sostenida por la enorme cantidad de principados menores saqueados y arruinados por las sucesivas guerras que tuvieron como escenario su territorio. Las aldeas se erigían humeantes y desoladas, las campiñas, otrora florecientes y productivas, despojadas de toda su riqueza de tanto soportar sobre sus fértiles tierras innumerables batallas y un sinnúmero de muertes: los campos yacían yermos y vacíos como desiertos. Vastedades inmensas sin vestigio de vida humana, animal o vegetal. Las ciudades se encontraban arruinadas. La población había disminuido de manera considerable e increíble. El pueblo estaba sumido en la más absoluta miseria.

En circunstancias tan tristes y nefastas un anuncio a modo de pregón recorre Europa: un Manifiesto emitido por Catalina II La Grande de Rusia, fechado el 22 de julio de 1763 en San Petersburgo, ofrece a través de leyes extraordinarias la salvación a los desheredados y menesterosos aldeanos. El Edicto prometía a los colonos que desearan emprender la aventura colonizadora de transformar tierras incultas en un territorio civilizado, prerrogativas demasiado atractivas como para ser rechazadas, como la libertad y la tan ansiada paz para construir un presente sin guerras y sin hambre. Por eso no es de extrañar que el 80% de los 30.000 europeos que emigraron a Rusia, entre los años 1763 y 1767, fueran de origen alemán, más exactamente de las regiones de Hesse, Renania, Palatinado y Würtemberg.

Los puntos más sobresalientes del Manifiesto pueden ser sintetizados en el siguiente orden: “1º Permitiremos a todos los extranjeros que lleguen a nuestro Imperio, practicar libremente su religión, de acuerdo a los usos y costumbres y estatutos de las iglesias; 2º Todos aquellos inmigrantes que ingresen a Rusia para establecerse no pagarán impuestos ni prestarán servicios comunes ni extraordinarios al Estado; 3º Mientras se prolongue su radicación en Rusia, ningún inmigrante podrá ser obligado a prestar servicio militar ni civil alguno; 4º Todos los campos y terrenos asignados a los inmigrantes lo serán como posesión intocable, a perpetuidad, transmitido por herencia, sin llegar a ser propiedad individual de nadie, sino un bien común de cada Colonia; 5º Se permitirá a los colonos, para expandir y mejorar sus posesiones, comprar campos privados como propiedad particular; 6º Los campos asignados por la Corona, generalmente serán heredados por el hijo menor del poseedor; 7º Los que lleguen a nuestro Imperio para radicarse y posteriormente deseen alejarse del mismo, les concederemos la libertad para ello; pero con la condición de que una parte de los bienes producidos en nuestros dominios sean entregados a nuestra Tesorería. Luego se permitirá viajar libremente hacia el lugar de su predilección; 8º Se promete el libre ejercicio y uso del idioma natal, la organización escolar propia y la dirección administrativa y judicial de sus colonias y aldeas por Estatutos propios”.

Firma de contratos entre los colonos y el Imperio ruso

Distribuido el Manifiesto por toda Europa, comenzó la búsqueda de colonos mediante representantes de la Corona rusa y de empresas privadas.

Los enviados oficiales o privados suscribían con cada uno de los emigrantes un contrato –y cuando se trataba de una familia, con el jefe del hogar- que señalaba las obligaciones y derechos de éstos frente al Gobierno de Catalina II. Tales privilegios o compromisos se convinieron en los siguientes puntos:

lo Para cubrir los gastos ocasionados por el viaje, desde el domicilio de cada emigrante hasta el puerto de Lübeck cada hombre percibía por día 15 cruceros, la esposa y los hijos varones 10 cruceros y los hijos menores 6 cruceros; igual suma correspondía por cada día de viaje en barco, desde Lübeck hasta San Petersburgo, por el Mar Báltico.

2° Cada colono —a su pedido— recibía un adelanto de dinero en efectivo —al llegar a destino en Rusia— para la construcción de su vi­vienda, galpones, corrales, adquisición de herramientas, carros, caballos, ganado vacuno, ovino, porcino, aves y semillas para las primeras siem­bras, de acuerdo al tamaño de la parcela de terreno asignada.

3º Se construirían escuelas por el Estado, equipadas de acuerdo a lo que cada confesión religiosa determine; también tendrían en su nuevo destino, los servicios médicos y quirúrgicos necesarios.

4º Cada cabeza de grupo familiar recibiría tanto campo, praderas, bosque, para que su producto alcance a un decoroso sostén —conforme a edad y sexo—; todo lo cual sería heredado por el hijo menor como bien de familia.

En cambio, las "obligaciones" a las cuales se sometía cada inmi­grante pueden resumirse en la siguiente forma:

1º Prometer, en solidari­dad con la esposa e hijos, trabajar y cultivar un mínimo de 30 desjatinen (32,70 has.) de campo que se les asignaría.

2° Comprometerse a no abandonar los campos asignados, sin la autorización debida, y someterse a las leyes del Imperio ruso.

3º Obligarse formalmente a devolver, sin intereses, el importe de todos los gastos ocasionados por el viaje y subsistencia hasta San Petersburgo, por sí y por cada miembro del grupo familiar respectivo, co­mo también todos los adelantos en dinero para la vivienda, instalaciones y medios de trabajo, durante los diez primeros años de radicación, en tres cuotas iguales.

4° Contraer la obligación de amortizar las deudas y compromisos anuales, con la entrega del 10 % de la producción propia al jefe de la Colonia; asimismo, dichos jefes tendrán prioridad en la adquisición de toda la producción rural, siempre que abonen el mismo precio que el competidor privado.

5° Cada familia o inmigrante a Rusia, participará de los derechos y obligaciones contraídas por la comunidad, aldea o colonia a la cual pertenece, en la medida y proporción de los anticipos y campo reci­bidos de la Corona y se constituirá en parte de la misma, conforme a las normas distributivas y societarias establecidas.

6° Contraer el compromiso de disfrutar de todos los privilegios otorgados por la Corona Imperial y ejercer todos los derechos asignados por su Graciosa Majestad, en forma individual y/o en comunidad; com­prometer la colaboración con los jefes de las colonias para obtener la debida protección ante la Escribanía Tutelar Imperial, a fin de lograr los objetivos de la Colonización trazados por Su Majestad, en beneficio propio, de los participantes y de la Corona.

7º Prestar la debida colaboración con las autoridades en circuns­tancias de tener que abandonar —por razones de servicios o por propia determinación— los dominios rusos, a fin de poder llevar los efectos y enseres propios y el valor de la participación en la comunidad; todo ello, de acuerdo a normas y límites permitidos por el Edicto Imperial y previo cumplimiento de todas las obligaciones contraídas. Ello no in­cluye la restitución del dinero adelantado para la subsistencia en San Petersburgo y posterior transporte a las Colonias del Volga, en vista que será otorgado por la "GRACIA" de Su Majestad Catalina II.

¿Quién fue Catalina II La Grande?

Catalina nació con el nombre de Sophie Fredericke Auguste von Anhalt-Zerbst, en Stettin (actual ciudad de Szczecin, en Polonia) el 2 de mayo de 1729, hija de un príncipe alemán. En 1745, se casó con el gran duque Pedro de Holstein, heredero al trono ruso. El matrimonio no fue feliz, pero la inteligente y ambiciosa Catalina no tardó en rodearse de un grupo de seguidores en San Petersburgo. En 1754 dio a luz un hijo, el futuro emperador Pablo. El marido de Catalina accedió al trono como Pedro III en 1762. Excéntrico, inestable y despectivo con sus súbditos, pronto se vio alejado de varios grupos importantes de la sociedad rusa. El 9 de julio de 1762, siguiendo una práctica habitual en la Rusia del siglo XVIII, la Guardia Imperial le derrocó y colocó en su lugar a Catalina en el trono. Pocos días después Pedro fue asesinado.

Catalina conocía bien la literatura de la Ilustración francesa, la cual ejerció una gran influencia sobre su propio pensamiento político. Mantuvo un estrecho contacto con Voltaire y Denis Diderot, prestó apoyo financiero a algunos escritores franceses, y Diderot fue huésped de su corte en 1773. Aunque con estas actividades simplemente pretendía crearse una imagen favorable en Europa Occidental, probablemente fue sincera en su interés y en su esperanza de poder aplicar algunas de las ideas ilustradas a la racionalización y reforma de la administración del Imperio ruso. A pesar de su interés en la reforma legal, la comisión que nombró para llevar a cabo esta tarea en 1767 no pudo cumplir sus objetivos. Entre los logros de Catalina se pueden destacar: la creación de las primeras escuelas para chicas y la de un colegio médico para el cuidado de sus súbditos.

En los primeros años de su reinado, Catalina trató de ganarse el apoyo de la clase acomodada rusa, y, en concreto, de un pequeño grupo de nobles. Confirmó la decisión de Pedro III de librar a la clase acomodada del servicio militar obligatorio, les concedió otros muchos privilegios y colmó a sus seguidores con títulos, cargos, tierras y siervos para trabajar en sus campos. A pesar de su declarado aborrecimiento de la servidumbre, hizo mucho por extender esta institución, cediendo siervos del Estado a propietarios privados, llevando la servidumbre a los territorios de reciente adquisición e incrementando el control legal de la clase acomodada sobre sus siervos.

El malestar de los campesinos culminó en una gran rebelión (1773-1775), encabezada por el cosaco Yemelián Pugachov, que hizo estragos en la mayor parte de la cuenca del río Volga y en los montes Urales, antes de ser definitivamente aplastada por las fuerzas militares. La rebelión marcó un giro hacia una política interna más reaccionaria. El ejército cosaco fue disuelto, y se concedieron privilegios especiales a otros cosacos, tratando de convertirlos en leales seguidores de la autocracia. En 1775 se llevó a cabo una importante reforma de la administración provincial, con el fin de conseguir un mejor control del Imperio. También se realizó una gran reforma de la administración urbana. La Revolución Francesa incrementó la hostilidad de Catalina hacia las ideas liberales. Varios críticos de la institución de la servidumbre fueron encarcelados, y parece ser que Catalina estaba planeando formar parte de una coalición europea contra Francia cuando murió el 17 de noviembre de 1796, en San Petersburgo.

Durante el reinado de Catalina, el territorio del Imperio ruso se extendió enormemente. Gracias a dos guerras contra el Imperio otomano (1768-1774 y 1787-1791) y a la anexión de Crimea (1783), Rusia logró controlar la costa norte del mar Negro. El control ruso sobre Polonia y Lituania también aumentó en gran medida, culminando con la anexión de grandes extensiones de territorio en los tres repartos de Polonia (1772, 1793, 1795).

Una de las características del reinado de Catalina fue el importante papel que desempeñaron sus amantes o favoritos. Diez hombres ocuparon este cargo semioficial, y al menos dos de ellos, Grigori Orlov y Grígori Alexándrovich Potemkín, tuvieron especial importancia a la hora de formular la política exterior e interior del país. Aunque la valoración de la figura de Catalina puede variar, es indudable que desempeñó un papel clave en el desarrollo de Rusia como estado moderno.

Fuentes consultadas:

* Weyne, Olga; El último puerto: del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Instituto Torcuato Di Tella - Editorial Tesis. Buenos Aires, Argentina. 1987. * Seitz, Matías; Los alemanes del Volga y sus descendientes. Editorial Guadalupe. Buenos Aires, Argentina. 1968. * Popp P., Víctor - Dening, Nicolás; Los alemanes del Volga: tras largo peregrinar por Europa hallaron patria definitiva en América. Popp P., Víctor - Dening, Nicolás. Buenos Aires, Argentina.

Rumbo al Volga

Los colonos alemanes parten a colonizar tierras rusas

Investigación especial III

“Y llegó la hora de partir, el instante de abandonar para siempre nuestro hogar, nuestra amada patria. Iniciamos el viaje y al mirar atrás veíamos como nos alejábamos de la querida tierra que nos había visto nacer y que sin aliento, por tanta guerra, tanta destrucción, tanta desolación causada por la avaricia de unos pocos aristócratas, nos empujaba al exilio. Aún no nos habíamos ido del todo y ya comenzábamos a añorarla. Lloramos de tristeza como niños que se alejan para siempre de la casa de sus padres sin la posibilidad de regresar jamás. Alemania comenzaba a ser un dulce y amargo recuerdo...”.

Un horizonte de desengaños

Al iniciarse el movimiento migratorio –que estaba compuesto por creyentes de la religión católica y protestante-, la mayoría de los emigrantes se dirigieron por tierra hacia Lübeck, sobre el Mar Báltico; mientras un pequeños grupo lo hizo hacia Danzig. La marcha comenzó en rústicos y primitivos carruajes y prosiguió durante nueve u once días en naves inglesas o anseáticas por el Báltico, para desembarcar en la ciudad rusa de Kronstad, ubicada en la isla de Kotlin en el Golfo de Finlandia, a las puertas de la capital del Imperio, donde tomaron contacto por primera vez con los nativos. Después continuaron su camino hasta un lugar denominado Oranienbaum, cerca de San Petersburgo.

Allí la Corona Imperial Rusa hizo saber a los inmigrantes que, a diferencia de los prometido en el Manifiesto, el cual aseguraba plena libertad para elegir la profesión u oficio deseado en todo el territorio ruso y “que todos podían aplicar sus conocimientos y especialidades, tanto un oficial de ejército como un herrero, un agricultor, un comerciante, un deshollinador...”, todos debían dedicarse a la colonización del bajo Volga como agricultores.

Se originaron protestas pero los colonos ya no tenían modo de retroceder. La decisión del gobierno ruso fue terminante y la distancia que los separaba de sus lugares de origen inmenso. Oranienbaum fue el primer desengaño, aunque faltaba lo peor: a todos les fue tomado un juramento de fidelidad a Su Majestad Imperial.

Rumbo al Volga

Víctor P. Popp y Nicolás Dening, en su libro “Los alemanes del Volga” relatan la salida de Alemania de los colonos expresando que “Fueron casi 400 almas que a principios de año se congregaron si­lenciosas, con humildad y amargura, en la iglesia de Oranienbaum para prestar juramento de fidelidad a la Corona rusa; no todos repitieron la fórmula en voz alta. Algunos sólo movieron los labios para no per­der "su libertad ante su conciencia"; tal era la moral de aquellos pioneros sin nombres, que buscando un nuevo horizonte en libertad, en­contraron la opresión. Así nuestros alemanes tuvieron su primera ex­periencia desencantadora en suelo ruso.

Terminaban de pasar el invierno en una aldea cercana de nati­vos; sin ánimo de exagerar, nuestros antepasados quedaron atónitos al contemplar sus pares rusos. Los campesinos lugareños tenían un as­pecto deplorable, con sus largas melenas y barbas enmarañadas que nunca conocieron navaja y que inspiraban temor y curiosidad a la vez.

Aquellos primitivos ciudadanos rusos eran, no obstante, gentes de nobleza de sentimientos y muy hospitalarios; con ellos pasaron el in­vierno riguroso durante varios interminables meses. El frío era intenso, los ríos y arroyos permanecían congelados y los animales sobrevivían gracias a su encierro en galpones o establos.

Con frecuencia, los miembros de una misma familia eran separa­dos por causa de enfermedad o ancianidad; mientras algunos continuaron el viaje, otros quedaban en aldeas a causa del insoportable frío; nuestro grupo de viajeros —sobre trineos tirados por caballitos (ponis quirkisios) soportaron innumerables imprevisiones e improvisaciones durante este viaje de 3.000 Km., recorridos en el largo tiempo de un año entero. En el extenso trayecto tomaron contacto directo con los nativos, conocieron sus costumbres y se compenetraron de sus for­mas de vida.

Aún estaban lejos del Volga; pasaban el invierno como en fami­lia con los rusos de las aldeas rurales: constataron así, con expectante sorpresa que los dueños de casa convivían con sus animales, en un mí­sero gran cuarto, en cuyo centro se encendía una fogata para calefaccionar el ambiente; sorprendidos o no, nuestros alemanes no podían exponerse a sucumbir en la nieve y sólo les quedaba aceptar el hospe­daje, acomodándose entre personas, ovejas, vacas, cerdos, dentro de ese recinto sin ventilación y sin instalaciones para ahuyentar el vaho y el humo. Al renovar el fuego por la mañana, semiasfixiados, salían a la intemperie para aspirar el oxígeno salvador a pesar del gélido ambiente.

Fue una experiencia risueña, pero difícil; la familia del colono ruso junto a sus inesperados huéspedes alemanes, dentro de una pieza grande con animales domésticos de todo tipo. Allí soportaron el humo, el vapor y pestilentes olores, con el jocoso agravante de no entender­se entre sí.

Los primitivos y escasos alimentos que consumían los campesinos rusos, consistían en una sopa de repollo, puré de mijo y algo de car­ne; la bebida era invariablemente el conocido Kwas (cerveza de malta, más débil que la cerveza común). Pero la Providencia quiso ofrecer algo mejor; pues los rusos desconocían el uso como alimento de los derivados de la leche de vaca. Fue así, que nuestros antepa­sados dejaron como recuerdo de su paso —con gran satisfacción de los rusos—, la elaboración de manteca y queso que luego se consumiría ávidamente en la zona.

Muchos de los nuestros, para abreviar o acortar el tiempo de per­manencia, se conchabaron como peones de los rusos para allegar algún dinero; así transcurrió el crudo invierno y nuestros peregrinos —ya impacientes—, estaban ansiosos de proseguir su inacabable viaje ha­cia su destino desconocido. Después del deshielo, se alistaron carros sin elásticos, agrupándose por familias o por amistades y se acomo­daban en el carruaje de su preferencia, cargando las pocas cosas que traían, algunos enseres personales y tal vez algún maltratado baúl con la ropa que les quedaba.

El espacio libre fue ocupado por las mujeres, ancianos y niños; los hombres y los jóvenes caminaban detrás de su carruaje. Así forma­ron las largas columnas de colonizadores que se dirigían rumbo al sur, en busca de la tierra prometida. En verano, el polvo y la temperatura elevada disminuían el ritmo de marcha; en Rusia las temperaturas son altamente contrastantes, e invariablemente a un corto verano sigue un largo invierno.

La columna siempre tenía como jefe a un oficial ruso, estricto pero amable, quien era asistido por los alcaldes —elegidos por y en­tre los viajeros—, subordinados a él en su acción; en alguna manera las confesiones religiosas procuraban la asistencia espiritual mediante el periódico envío de clérigos, quienes administraban el bautismo, la confirmación, la comunión y demás sacramentos de acuerdo a las res­pectivas creencias en los campamentos improvisados.

La rudeza del clima y la alimentación insuficiente y desconocida, provocaron numerosas enfermedades y fallecimientos; las cruces lati­nas de dos palos atravesados, como hitos señalaron el derrotero de los fundadores como silenciosos mojones de un pueblo formado por es­peranzados peregrinos.

Finalmente, el río Volga estaba a su vista; emocionados admira­ban su inmensidad y ya sentían una extraña atracción por él ya que procedían del Rin.

Abandonaron aquí sus maltrechos carruajes y abordaron pequeñas embarcaciones fluviales, navegando a favor de la corriente, río abajo; los rusos llamaban a su gran río (Matuschka, que significa "Abuelita"), con respeto y cariño. Así surcaron una nueva vía desconocida en esas primitivas embarcaciones, sin comodidad alguna, sometidos al oleaje en molestos movimientos.

La nueva alteración del régimen alimentario trajo consigo conse­cuencias inevitables: nuevas enfermedades y más vidas que se extin­guían; en esas tristes circunstancias los veleros se arrimaban a las cos­tas para permitir a los deudos enterrar en las riberas a sus niños y an­cianos. No había tiempo para ceremonias y lamentos; el grupo de forzados colonizadores mantenía la recóndita esperanza de que el pa­raíso prometido, mitigase tanto desconsuelo e incesante penar. Estoi­camente avanzaban por el camino fluvial sin rebelarse; en su fe ar­diente y vívida clamaban constantemente a Dios implorando su so­corro y fortaleza. Acumulaban así experiencia en ese suelo de Catalina II, para sobrellevar la dura tarea que aún les esperaba especial­mente quienes desconocían el oficio de agricultores, ya que los había de toda profesión, rango y estrato social. Allí conocieron el río Volga, cuando sus aguas comenzaban a congelarse desde el norte e inmovilizaban esta ruta vital, transformándose en una pista de plata para los trineos; algo inusitado: un río inmóvil, endurecido, congelado. Luego vendría el espectáculo mayor: la pri­mavera... para ir debilitando la solidez del hielo, ver resquebrajarse esa ruta helada, con estrepitosos estruendos como truenos... Y la vida comenzaba a resurgir.

Cuando se asoma la primavera y el sol avanza aparentemente so­bre el hemisferio norte comienza el proceso del deshielo y la nieve se transforma en agua, mucha agua; el río se moviliza y la inmensa masa acuática invernal se encamina hacia el río rumbo al mar, pre­vio abundante riego, la nieve licuada se dirige hacia los cauces de los arroyos y aumenta peligrosamente el caudal del Volga, hasta que des­borda por su ribera izquierda, muy baja y cubre extensas zonas muy alejadas de sus riberas naturales, impidiendo divisar ambas orillas.

Al llegar al muelle de Saratov, —virtual capital de las Colonias Ale­manas del Volga—, todos descendieron en su puerto; en Lübeck se ha­bían embarcado 400 personas y allí ya faltaban 50 que habían falle­cido. Un año antes se habían embarcado llenos de esperanzas; pero las sorpresas y desengaños se fueron sucediendo sin término y las pri­vaciones los habían diezmado. Quedaba todavía por ver y llegar al lugar donde recibirían aquellos campos productivos, con frutos sil­vestres comestibles, y flores y pastos abundantes; casas precarias, pero con suficientes materiales para construir su aldea definitiva.

A medida que se acercaban a su destino, sus expectativas cre­cían... mientras avanzaban con moderado y lento paso por esa región desértica e inhóspita, sin árboles, sin pastos, sin flores; esperaban an­siosamente la aparición de bosques de vertientes de cristalinas aguas, que les describieron poéticamente los emisarios en Alemania; pero paulatinamente se acostumbraron a una realidad negra. Sólo, ante sus ojos, veían un cielo azul que se cortaba en un horizonte de estepa.

De pronto, el teniente como oficial de la Corona, dio la voz de ¡Alto!, ¡a desmontar!... Habían llegado al fin, a su destino.

¡Qué decepción! Una llanura sin vegetación, sin valles ni lomadas, nada de lo prometido. Muchos hubieran querido volver de inmediato a su Alemania lejana, mientras otros planearon, con estoicismo, la inmediata acción; algunos consideraban que el teniente había incurrido en un error. Pero la tangible realidad estaba a la vista: tierra árida con rala vegetación de matas bajas. Aquí debían establecer su nueva aldea, su nueva Patria.

No obstante el mal humor desatado ante la grave injusticia, la ac­ción era urgente; la proximidad del invierno exigía techo abrigado porque el invierno ruso significaba la muerte blanca. Ya corría septiembre y los primeros fríos los visitaban; conociendo la realidad que se les venía encima, preguntaron al oficial Jefe por la llegada de los constructores de las casas y por la ubicación de los materiales para erigir las nuevas viviendas para protegerse de la intemperie y escon­der sus desilusiones.

El delegado imperial, sólo se limitaba a repetir severamente que esa era la tierra cedida por la Gracia Real a la comunidad alemana de colonizadores; allí quedarían para siempre y tendrían que habituar­se a ella. Hubo lágrimas y muchos reproches, mientras se buscaba a los responsables. Al reiterar alguien la pregunta por los constructo­res, el Jefe con cierta ironía, les contestó: "Es mejor no confiarse de­masiado en ellos, pues llegarían probablemente recién en la próxima primavera; sería mejor poner manos a la obra para evitar mayores males".

Como las voces de protesta se perdían en el vacío, se tramó una tentativa secreta de regreso a la Patria nativa; el grupo de cosacos que acompañó al teniente los rodeó y sofocó fácilmente el intento, obli­gándoles a cumplir por la fuerza las órdenes del Jefe. Así pasaron su primera noche otoñal en su nueva tierra prometida; por la mañana, al iluminar el sol la estepa, muchos comprendieron su desventura y bus­caron los medios para sobreponerse a la contrariedad y salir airosos de la situación.

No quedaba otra alternativa que comenzar una nueva forma de vivir; como primera medida y conforme a los derechos otorgados, debían designar su propio alcalde o Jefe de aldea. Nuestra gente así lo hizo al recobrar su fe en la propia capacidad; ya con su propio conductor, todos escucharon los consejos de éste y recapacitaron a tiempo para resolver el problema habitacional. El fantasma del in­vierno se hallaba por delante y aunque todavía no habían experimen­tado el rigor de su intensidad, ni sus funestas consecuencias, era ur­gente instalarse para recibirlo con alguna posibilidad de supervivencia.

¿Qué hacer? ¿Sin casa, galpón o refugio y sin materiales para construirlos? Situación difícil para enfrentar y resolver; la segunda noche otoñal resultó intensamente fría. Cerca de nuestro grupo acampaba una tribu de Calmucos semisalvajes, que miraban con desconfianza a los intrusos; el lugar asignado a nuestro contingente de colonizadores se hallaba ubicado del lado derecho del Volga.

Aunque no se había realizado hasta entonces allí ningún intento de colonización organizada y masiva, se encontraban de cuando en cuando agricultores aislados, distanciados y solitarios, que vivían pri­mitivamente; de ordinario eran gente con cuentas pendientes con la policía o siervos evadidos de las fincas de sus amos. Pronto se acercaron a los alemanes para asesorarlos en lo relativo a construcciones en zonas tan desamparadas; sabían de viviendas de emergencia, pues ha­bían pasado por una situación similar al establecerse en esos páramos.

El oficial de la Corona obtuvo algunas maderas y ramas de ár­boles para nuestros colonizadores y el castigado grupo necesitaba ur­gente protección; las enfermedades y deficiente alimentación ralea­ban y hacían estragos en sus filas.

Los nativos de la zona poseían la solución inmediata a sus proble­mas; más su asesoramiento no fue gratuito porque aprovecharon el fácil medio de lograr dinero sin trabajo. Por supuesto estos aprovechados no eran de la misma calidad que aquellos con quienes habían convivido el invierno anterior, en el norte: de gran corazón y muy hospitalarios. Eran dignos representantes de un pueblo espiritual y místico, con gran sentido del arte en sus dos aspectos de música y de poesía.

En semejante adversidad la solución del problema para superar la amenaza latente del frío con sus trágicas consecuencias, era meter­se dentro del vientre de la tierra; como faltaban las cuevas naturales en la llanura, usadas por los más remotos antepasados del hombre o al estilo de los animales, resolvieron cavarlas en la tierra. Era el modo más primitivo pero también el más seguro para superar la emergen­cia como solución provisoria; fue así como los rusos les indicaron la forma y el tamaño a dar a las construcciones subterráneas, como si fueran simples sótanos.

Las ochenta familias que integraban el grupo, comenzaron ense­guida la excavación del suelo y en pocos días ya tenían lista su casa bajo tierra, experiencia singu­lar totalmente desconocida ni soñada por los nuestros. Dichas cuevas eran rectangulares de (8 x 4m3) y por tres de profundidad; más de 90 m3 de tierra debieron ser extraídos a fuerza de brazo y con una simple pala. Como techo fueron empleados troncos y ramas de árbo­les, cubiertas después con parte de la tierra extraída de acuerdo al peso que podía soportar la ramazón; esa cobertura aislaba el interior del frío dejándose, por supuesto, una abertura para la salida del humo y la ventilación necesaria.

Como puerta se aprovechaba el fondo de un carro colocado de manera que podía facilitar el acceso; los problemas técnicos fueron so­lucionados por las indicaciones de los rusos y el ingenio de los nuestros suplió hábilmente sus fallas.

Para entrar en la habitación desde el exterior debían arrastrarse incómodamente, así como para salir; pero reparemos en lo que esto significó durante los cuatro o cinco meses de nieve como resguardo seguro para un seguro refugio en que sólo los hombres podían salir al exterior unos instantes cada día para detectar posibles fallas en el techo y desplazar la nieve para evitar que hundiera la frágil techum­bre. Reconocemos, sin embargo, que era un claustro infrahumano sólo apto como vivienda para seres irracionales.

El principal problema para la improvisada habitación era la falta de luz; por la noche, un simple candil suplía la deficiencia, pero no suministraba la iluminación necesaria durante el día para los menes­teres a realizar. El vidrio no existía en la región; apelaron entonces a la traslúcida vejiga de cerdo extendida sobre el marco de madera que serviría de ventana. Así los oblicuos y mitigados rayos solares penetraron por algunas horas en el interior de la caverna expandiendo luz y calor.

Fue un invierno terrible; cuando las tormentas de nieve cerraban el orificio destinado a ventilación y tiraje del humo, la permanencia en dicho infierno se hacía insoportable; niños hubo que murieron al ins­pirar o aspirar ese aire viciado. Salir de una región de Europa con las mayores comodidades relativas para la época, para sepultarse en un lejano y despoblado yermo; sin experiencia para ello, se conside­raban abandonados del mundo y por la Emperatriz Catalina II, no obstante su altisonante título de "La Grande" y su procedencia ale­mana.

¡Cuántos reproches se hacía cada uno...!; pero con singular em­pecinamiento y sin darse tregua buscaron y lograron sobrevivir; des­pués de las primeras heladas intensas, cuando los arroyos se endure­cían y congelaban totalmente y la tierra se cubría con espeso manto de nieve, un comarcano, viendo las difíciles circunstancias en que se de­batían los recién llegados, les dio una muy útil sugerencia, indicándoles que debían cortar de la superficie congelada del arroyo, un trozo con el tamaño de la ventana improvisada que tenían sobre sus techos y al colocarla sobre el molde echarle agua para que soldara con el marco al congelarse. Así el hielo reemplazó al vidrio y con su trans­parencia se iluminaba mejor la casa subterránea.

Corrían así los días en la ignota región y los pobladores absorbi­dos por la tierra denotaban su presencia por las pequeñas elevaciones o montículos de tierra amontonada sobre los techos; mas, todo llega a un fin y para los nuestros, el término del infierno blanco era significado por el goteo de la ventana de hielo y su inesperada caída, por la acción del añorado sol de la primavera. Cuando sus primeros rayos penetraban por el reducido espacio de la ventanilla era señal que la vida comenzaba en el exterior; por fin, también los ancianos y los ni­ños podían salir al exterior y sacudir su cansada espera en su mísero encierro.

En el exterior les esperaba el trabajo duro y hasta los rayos de un sol abrasador; porque en Rusia las variaciones climáticas son extremas; mucho frío invernal y abrasador estío, pero ya no pasarían otro invierno enterrados vivos en medio de esos inaguantables sacri­ficios; su iniciativa y diligencia pronto superarían el problema”.

De los 400 pioneros que partieron en la primera caravana de 1763 sólo llegaron a destino 350. Los restantes murieron durante el trayecto a causa del frío y las privaciones”.

La primera aldea fue fundada el 29 de junio de 1764 con el nombre de Dobrinka.

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Conociendo el río Volga

Río de Rusia occidental, el Volga es el más largo de Europa, con una longitud de 3.531 Km. Nace de un pequeño lago entre las colinas Valdái. Fluye primero hacia el norte hasta las proximidades de Moscú, después hacia el sureste hasta llegar a Kazan, y desde aquí al sur hasta Volgogrado. Desde esta ciudad continúa su recorrido en dirección sureste hasta su desembocadura en el mar Caspio. Sus afluentes principales son el Kama, el Samara, el Oká y el Vetluga. La cuenca del Volga y sus afluentes ocupa un área de 1.450.400 Km2. El río lleva un volumen de agua de 8,05 millones de litros por segundo, y es navegable casi en su totalidad desde marzo hasta mediados de diciembre. Durante los meses de mayo a junio su caudal aumenta a causa de los deshielos primaverales, aumentando el riesgo de que se produzcan grandes crecidas. Una serie de canales comunica el río con el mar Báltico (el canal Volga-Báltico), el mar de Azov, el mar Negro, el río Don (el canal Volga-Don) y con Moscú. En los brazos inferiores del río se hallan las mejores áreas de pesca. Iván IV reclamó en el siglo XVI el valle del Volga para Rusia.

 

 

La tierra prometida

Los primeros colonos llegan al Volga

Investigación especial IV

“Nos afincamos a ambas márgenes del río Volga. Luchamos contra lo inconmensurable. El Imperio las más de las veces dejó de cumplir con sus promesas y nos abandonó a nuestra propia suerte. La zarina Catalina II La Grande nos traicionó. Fuimos utilizados como barrera para contener la invasión de tribus nómades, salvajes y sanguinarias. Pero a pesar de todo eso, edificamos nuestro hogar, formamos nuestras familias y construimos nuestra pequeña patria alemana en el inmenso Imperio ruso. Y durante casi cien años, pese a tanta lucha y tanto sacrificio, fuimos verdaderamente felices”.

Un camino lleno de infortunios

“De Europa partieron 30.000 personas –entre los años 1763 y 1767- con destino al bajo Volga, ubicado a unos 600 kms. de Moscú, y durante el camino y la fundación fallecieron 3.000 iniciando la colonización 27.000. Pero la inclemencia del clima, la exigua alimentación y el inadecuado medio habitacional redujeron esa cantidad a 23.109 para febrero de 1769.

La muerte natural o violenta era muy frecuente, ya sea por epidemias (malaria, tifus, viruela) o por enfermedades que no podían ser superadas por carencia de medicinas o por la incompetencia de los médicos de la época; aparte, en los diez primeros años tuvieron cosechas fallidas y en el mismo tiempo y hasta cuarenta años después 1200 colonos fueron conducidos al mercado de esclavos de donde no regresaron jamás.

El esquema colonizador ruso –escribe Olga Weyne en su libro “El último puerto”-, había previsto la creación de dos tipos de colonias: privadas y de la Corona. En la organización de las privadas sobresalieron algunas compañías francesas pero según las fuentes de la época, hubo frecuentes desinteligencias entre los administradores y los colonos de origen alemán. Fue así como en la zona derecha –occidental- del Volga, la mayoría de las fundaciones correspondía a la Corona”.

Los colonos fueron agrupados en núcleos de no más de 1000 familias –divididas de acuerdo a su confesión religiosa-, constituyéndose cada uno de ellos en un distrito de colonización. Entre 1764 y 1767 fueron fundadas 104 aldeas”.

La administración se dirigía desde las ciudades cabeceras de Saratov y Samara. El lado derecho constituía la provincia de Saratov y el opuesto, la provincia de Samara, aunque Saratov fue considerada siempre de hecho y de derecho como la verdadera capital de los alemanes del Volga. Una vez ocupadas las principales zonas de colonización del lado derecho del Volga –denominada por los alemanes como Bergseite-, se resolvió la extensión por el este, amplia llanura conocida por los germanos como Wiesenseite.

Las primeras colonias –conocidas históricamente como aldeas madres- muy pronto acusaron una superpoblación, lo que motivó soluciones heroicas; las nuevas generaciones no querían ir a las ciudades ni cambiar su ocupación habitual. Ello es fácilmente comprensible si tenemos en cuenta que vivían en comunidades muy cerradas y en total aislamiento respecto a los otros pueblos; de manera que la única salida consistía en hallar nuevas zonas alejadas del gran río. Así los jóvenes pertenecientes a familias muy numerosas y desheredados forzosamente por el Edicto de Catalina II, solidariamente designaban apoderados que trataban de adquirir en compra para todos ellos campos aptos para los cultivos en las regiones exteriores a las colonias existentes.

La colonizazión del bajo Volga

El proyecto colonizador se inició con 458.000 has. pero cuando los colonos lograron aclimatarse y se rodearon de ciertas comodidades –sostienen los historiadores Popp y Dening- el crecimiento vegetativo de la población fue en constante aumento, hasta llegar a un promedio de ocho hijos por familia; ello ocasionó otro tipo de problemas sumamente agudos. Entonces Catalina II otorgó a los inmigrantes 498.000 has. de campo útil, a ambas márgenes del río Volga y después de medio siglo, la Corona realizó otra ampliación de tierras, cediendo a los alemanes 498.000 has. más de campo.

Pese a dicha ampliación y seguir el crecimiento rápido de la población, otro medio millón has. fueron cedidas por el gobierno en 1848; en consecuencia, en el lapso de 80 años los colonos obtuvieron tres repartos de tierras, hasta totalizar 1.496.000 has. Las implicancias de la sucesión y el derecho de herencia, generaron muchos problemas sociales. Otra fuente histórica, sin embargo, sostiene que el pueblo alemán llegó a tener, entre lo cedido por el Gobierno y las adquisiciones privadas en total 2.725.000 has. de campo útil en 1919.

Agricultura e industria

Los alemanes del Volga fueron grandes y prósperos productores de trigo, llegando a proporcionar los mejores tipos de harina a toda Rusia. Pero además del trigo también cultivaban el maíz, del cual una vez seco llevaban las mazorcas o espigas sin deschalar en carros cerrados a un depósito, para luego reunir a familiares o amigos para separar en forma ma­nual, la chala del maíz con más comodidad; máquinas desgranadoras sencillas separaban el grano del marlo y producían el maíz limpio.

Tanto el tallo como el marlo y las hojas del maíz servían de combus­tible; todo se aprovechaba en Rusia.

Naturalmente que en todo el ámbito de la colonización en el Volga, el trigo fue el principal cultivo y, en segundo lugar, el cente­no; merece una mención especial, la papa y su cultivo. Su importancia fue tan significativa que su venta se extendió a otras regiones rusas. Aunque Pedro el Grande fue el introductor de ese pro­ducto de origen americano en el país, los primeros productores en gran escala y quienes difundieron su consumo masivo fueron los ale­manes.

Cabe agregar que también fueron producidos en menor escala el girasol, la remolacha azucarera, el lino y el cáñamo; la Corona tam­bién procuró que dedicaran su atención a la apicultura y plantación de tabaco.

Algunos plantaron moreras para la cría del gusano de seda a fin de producir este preciado hilo.

A principios del siglo XX, los ale­manes habían llegado a un desarrollo económico muy elevado.

En cuanto a su dedicación a pequeñas industrias, debemos tener en cuenta que dicho pueblo debía producirse todos sus tejidos para su vestimenta; para ello fueron proveyéndose de telares familiares para uso doméstico. Tanto se especializaron los colonos en sus tejedurías "caseras" que de ella surgió una floreciente industria de producción de telas de lana, algodón o mixto; dicha industria sobrepasó en mucho las necesidades propias.

Se fabricaban máquinas limpia­doras de cereal, cardadoras, ruecas, carros rurales, botas de fieltro y ropa para la nieve. Hummel, en su libro, también cita, que dicho pueblo tenía en funcionamiento, antes de la primera guerra mundial, dos fabricas de arados, dos de otros implementos agrícolas, dos fábricas textiles y diez para fabricar fieltro.

Comienzan las frustraciones

Los oscuros designios de Catalina II La Grande

Investigación especial V

Cuando los colonizadores alemanes arribaron a tierra rusa no sólo comprendieron que el Manifiesto no era más que un simple papel sin ningún valor ni garantía sino además descubrieron que el Gran Imperio Ruso estaba dos siglos atrasado respecto de Europa, con más de veinte millones de habitantes viviendo en la más absoluta servidumbre, y una nobleza apenas culta.

El proyecto colonizador de Catalina II La Grande escondía un oscuro e inconfesable designio que fue hábilmente llevado a la práctica mediante del Manifiesto emitido el 22 de julio de 1763 que prometía una sarta de mentiras inteligentemente hilvanadas mediante derechos y deberes que nunca se cumplieron, para atraer a las lejanas tierras rusas a colonos europeos desesperados por escapar de la miseria, la pobreza y el hambre. Un vil propósito que sólo les fue revelado una vez que éstos ya se encontraban perdidos y sin posibilidad de retorno en la inmensa vastedad del Imperio. El plan real no era colonizar tierras próximas a un vergel sino la indómita región del bajo Volga, con la intención de oponer una muralla humana para contener las periódicas invasiones de quirkisios, calmucos y bashkirios: tribus nómades y sanguinarias que mantenían en serio peligro la estabilidad de las ciudades-fortalezas fundadas en la zona.

Era un lugar ocupado por delincuentes, por siervos expulsados por sus amos y desertores militares. También era sitio adecuado para agricultores que escapaban del abuso de los terratenientes o nobles que los explotaban inhumanamente. Los abusos de los poderosos convertían al inhóspito bajo Volga en escondrijo para vivir con cierta libertad, aunque en un estado semisalvaje. El pueblo oprimido de Rusia, no hallaba mejor forma para hacer justicia que agruparse en bandas marginales de la ley, esperando el surgimiento de líderes rebeldes que conquistaran el favor de las masas populares.

“Jefes de bandas armadas que sembraron verdadero terror en la zona”, relatan los historiadores Popp y Dening. “Uno de los más conocidos fue Dogtjarenko, desertor de un regimiento de húsares, que realizó una larga campaña de latrocinios, aunque a veces, a sueldo de personas importantes que se enriquecían con un porcentaje en los robos y saqueos. Asimismo recurría a crímenes para eliminar a quienes consideraba sospechosos o posibles testigos. Otro personaje legendario en el Volga, fue “Schagala”, cuyo verdadero nombre era Vassily Poljakow. Las bandas de ladrones tuvieron sobre ascuas a los colonos alemanes durante casi un siglo.

Es imposible omitir el nombre de Jemelian Pugachev, uno de los jefes de banda más sanguinarios, surgido en la primera época, en el sur de Rusia; su nombre aterrorizó a los colonos alemanes aún después de que el gobierno lo ahorcara en Moscú el 15 de enero de 1775.

Esta rebelión preocupó seriamente al Gobierno Imperial, por lo cual destinó fuerzas militares para contener su avance y destruirlo; para los colonizadores alemanes esta intentona agresiva, les significó desprestigio y sufrieron sus consecuencias legales y morales por mucho tiempo. Algunos se plegaron a Pugachev en su desesperación, siendo algunos de ellos tomados prisioneros por los soldados imperiales; por lo tanto, los germanófobos rusos aprovecharon la ocasión para desacreditar a toda la colonización”.

Asedio de tribus asiáticas: los calmucos y los quirkisios

Los calmucos, de origen mongol, fueron un grupo de cos­tumbres nómades. Eran como una mala sombra que aparecía cuando menos se la esperaba, instalándose a la vera de las aldeas —a cierta distancia—, con sus sistemas de carpas, de las cuales salían a mendigar durante el día y espiar la ubicación de cuanto pudieran apetecer.

Los calmucos fueron considerados los ladrones más expertos co­nocidos, aunque de procederes pacíficos; de día trataban de hurtar todo lo posible y por la noche cometían los robos mayores; su hábito negativo mayor, era el de apoderarse de los caballos y del ganado. Aunque no fueron sanguinarios, resultaron muy dañinos por su gran habilidad en hurtar cualquier elemento al alcance de su mano; los robos de animales por la noche no era lo más grave. Pues si bien ello podía paralizar a los colonos por privarlos de su medios de trac­ción y movilidad, es voz común que robaban criaturas pequeñas, lo cual se transformaba en verdadero cuadro de horror familiar; pues los niños desaparecían sin dejar rastros.

Otra causa de temor eran los quirkisios, de raza tártara. Según Beratz mantuvieron en permanente zozobra a toda la zona colonizada. Aparecían como en malón lanzando gritos salvajes y mien­tras unos se dedicaban al saqueo, los demás secuestraban a los hom­bres útiles para el trabajo, los ataban entre si y los llevaban prisioneros, para conducirlos luego a través de la estepa rusa turquestánica hasta la frontera con China, para ser vendidos en el mercado de esclavos de Buchara.

Separados del mundo, los alemanes del Volga se mantuvieron unidos a toda costa; el único recurso para mantener su moral fue su confianza en Dios. La iglesia fue siempre el refugio en los momentos de tribulación para este pue­blo silencioso, cuyo objetivo fue crear su familia en paz y consolidarla en el trabajo honesto.

Los colonos van perdiendo libertad

El imperio zarista restringe la libertad de los colonos

Investigación especial VI

A medida que transcurría el tiempo en las aldeas en el Volga, los inmigrantes iban perdiendo casi todos los derechos que el Imperio les había concedido en el Manifiesto y en la firma de los contratos. Lentamente fueron quedando aprisionados en una urdimbre de leyes que por poco hasta les quita la libertad: único bien preciado que conservaron en medio de un pueblo que todavía vivía en la servidumbre, inmerso en plena Edad Media.

Creación de la Cancillería Tutelar

“Al poco tiempo de instaladas las colonias pioneras –escribe Olga Weyne-, la zarina Catalina II creó la denominada Cancillería Tutelar para extranjeros. Dependiente de ésta era el Kontor o delegación oficial de la Corona en el centro del área de colonización: Saratov. Estaba integrado por los directores de cada colonia, que eran funcionarios oficiales.

Las facultades del Kontor en Rusia –institución extinguida recién a fines del siglo XIX- entendía y sentenciaba sobre los delitos comunes de los colonos con lo cual se anulaban en gran medida los derechos por el manifiesto de 1763 donde se los definía como hombres libres.

La burocracia enquistada en el Kontor parece haber tenido mucho que ver con el estancamiento y pobreza iniciales y con el retraso cultural sufrido por las colonias. La rigidez de sus disposiciones llegó hasta la prohibición del ejercicio, siquiera temporario, del comercio o de actividades extra, contrariando del mismo modo las promesas iniciales.

Un Juez supremo ordenaba castigos corporales -cadenas en los pies, azotes con el Knut (látigo)- o cárcel y trabajos forzados a los infractores, hasta que la aldea pagara el rescate con dinero.

Les estaba prohibido desplazarse libremente a mas de 32 Km. de sus pueblos sin autorización expresa del director de la colonia. En 1843 se exigió a los pobladores absorber las deu­das de las personas desaparecidas, esto es, muertas o captura­das por las tribus nómades. El derecho de sucesión, además, fue afectado por la aplicación del MIR, anulándose las anteriores asignaciones de tierras”.

“El go­bierno –acotan al respecto Popp y Dening-, recién les informó a los colonos a 10 ó 12 años de instalados su vigencia y el MIR fue aplicado, anulando toda asignación anterior de tierras, iniciándose una redistribución de las mismas, conforme al número de varones que había en cada familia en las aldeas; en este momento, to­dos perdían el campo que cultivaban, quedando el nuevo loteo en manos del azar, ya que el sorteo decidía al nuevo adjudicatario.

Cada decenio, las parcelas se reducían notablemente; vale decir, que inicialmente cada varón recibió 15,5 has de campo laborable y en el año 1914 —no obstante la cuantiosa emigración— la cantidad se redujo a sólo 1,9 has, pese a las ampliaciones concedidas. El MIR fue un conjunto legal que paralizaba y desalentaba a los agricultores jó­venes y emprendedores, fomentando la desidia y negligencia en el trabajo rural; ¿qué interés podía tener un colono en introducir mejo­ras en su parcela, si en pocos años debía entregarla? Sujetos al azar y sin continuidad, contrajeron hábitos negativos que se observaban aún después en sus establecimientos rurales de la Argentina.

Señalaremos otras consecuencias marginales del MIR: 1) Desco­nocía todo derecho al usufructo de las tierras por parte del sexo fe­menino. 2) Significaba una injusta asignación de las tierras al grupo familiar con hijos de sexo desproporcionado; así un padre con hijas mujeres solamente recibía muy poca tierra y en cambio quien tenía muchos varones las recibía en exceso. 3) Permanente disminución de las superficies laborales, lo cual provocaba el empobrecimiento de la comunidad, no obstante la laboriosidad personal; debemos mencio­nar —como ya aclaramos— que la exclusión de las mujeres en los re­partos del campo, provocaba una situación bastante violenta, al dis­minuir su rango en la sociedad. Podemos agregar, que el nacimiento de una mujer en el hogar de un colono no fue considerado como un "regalo", sino como carga; en cambio, la aparición de un varón sig­nificaba por ese mero hecho, el aumento de la riqueza material.

Al quedar excluida la "mujer" de los derechos y ventajas comunes a los hombres y como no podía ser aban­donada a un destino incierto, el Código MIR establecía que el hijo menor de cada familia asumiría la responsabilidad de "mantener" a su madre viuda y a las hermanas solteras. En caso de minoridad o im­pedimento, el padre podía designar en vida, otro hijo reemplazante o tutor y cuando no había podido cumplir con dicho requisito le­gal, lo realizaban las autoridades competentes.

Cuando el único hijo varón era "incapaz", la ley preveía que un pariente cercano pobre asumiría dicha responsabilidad; y siendo va­rios, se sortearía un candidato. Por último, cuando todos los hijos eran del sexo femenino, continuarían con la chacra hasta tanto que la ma­dre o alguna de las hijas contrajera matrimonio. Naturalmente, que esta responsabilidad involucraba un "premio" o ventaja material, ya que el varón "obligado o responsable", era único y total heredero de la casa habitación, patio, huerta y galpones de almacenaje de la ex­plotación rural o granja; vale decir, que el hijo "varón menor o sus­tituto" legal, a cambio del mantenimiento de su madre y/o hermanas solteras durante su viudez o soltería, heredaba el casco de la chacra asignada a la familia, no así el campo laborable.

Independientemente, todos los varones participaban — en común — de la distribución del campo disponible; este aspecto fue lo único normal y positivo del MIR, ya que impedía el ingreso y radicación de extraños a la aldea”.

 

 

 

Los alemanes tenían sus propias autoridades

El Director y la junta consultiva

Investigación especial VII

“El Director y los Vocales debían vigilar la economía hogareña; nadie podía sacrificar animales para su consumo privado sin autorización. El Director, de acuerdo a la efectividad del desempe­ño de sus funciones, recibía un sueldo "extra"; siendo su retribución ordinaria por mes de 30 rublos y los vocales apenas un rublo. Pero, en caso de que cualquiera de ellos fuera deudor del fisco por préstamos anticipados, dicho importe les era descontado. Los azo­tes con látigo se aplicaban conforme a la gravedad de las faltas y estaban minuciosamente reglamentados por un índice: robo o daño intencional, 24 azotes; por desobediencia al vocal, 6; por ofensa al vo­cal, 12; y por agresión al vocal, 18 azotes; si dicha agresión había sido con arma, 40; máximo permitido”.

"Los Directores de las aldeas (Vorsteher) –refieren los historiadores Popp y Dening-, tan mentados por su ac­tuación correcta y comprensiva y sus dos vocales asistentes, debían elegirse popularmente entre los mejores y más sobresalientes colonos, entre los 30 y 40 años de edad; los primeros duraban un año en sus funciones y seis meses los vocales. Estos últimos eran dos como mí­nimo y desempeñaban funciones policiales; también eran los "escri­bientes", asignándose a cada uno un sector para una rigurosa vigi­lancia de la limpieza, en las casas, funcionamiento de las chimeneas e instalaciones para prevenir incendios.

El director debía presidir todos los actos importantes de la aldea, o hacer al menos acto de presencia en casamientos, bautismos, ceremonias, procurando que no ocurrieran derroches ni desmanes. En los casamientos se prohibían los regalos mientras las colonias fueran deudoras de la Corona rusa; asimismo controlaban la presencia de haraganes y vaga­bundos en los hogares, los cuales no eran tolerados bajo ningún pre­texto. Era inconcebible que personas sanas y normales no participaran activamente en la Colonización del Volga.

El Director y los Vocales también debían vigilar la economía hogareña; nadie podía sacrificar animales para su consumo privado sin autorización. El Director, de acuerdo a la efectividad del desempe­ño de sus funciones, recibía un sueldo "extra"; siendo su retribución ordinaria por mes de 30 rublos y los vocales apenas un rublo. Pero, en caso de que cualquiera de ellos fuera deudor del fisco por préstamos anticipados, dicho importe les era descontado.

En cuanto a las faltas cuyo castigo era de incumbencia del Di­rector, la pena de azotes sólo podía ser aplicada cuando existía total acuerdo con los vocales; en cambio los trabajos forzados o multas podían aplicarse sin consulta. Los azo­tes con látigo se aplicaban conforme a la gravedad de las faltas y estaban minuciosamente reglamentados por un índice: robo o daño intencional, 24 azotes; por desobediencia al vocal, 6; por ofensa al vo­cal, 12; y por agresión al vocal, 18 azotes; si dicha agresión había sido con arma, 40; máximo permitido.

En cuanto a la desobediencia o agresión al Director el castigo era aplicado por el Comisario de Sector o el Kontor.

Las indemnizaciones por la eliminación o muerte culposa de ani­males fueron: por una vaca, 7 rublos; una oveja, 1,20 rublos; un cerdo, 1 rublo; una cabra, 0,50 rublos; un perro, 2 rublos; si era de caza, 5 rublos y un buen caballo 12 rublos; un pavo, 0,20; un pato, 0,06 y una gallina, 0,04 rublos; quien derribaba un árbol frutal debía oblar 3 ru­blos. La mendicidad estaba totalmente prohibida.

Este cuerpo legal, tan minucioso, pre­parado especialmente para los colonos europeos, en ningún momento tuvo en cuenta la calidad e idiosincrasia de los colonizadores a los cuales debía regir; su contenido intrínseco fue extraño a los alemanes que provenían de una región de alto nivel cultural y espiritual ama­mantada ya por la lejana Roma. Primaba en él la mentalidad autocrática que sólo sabía legislar para siervos; fue un grave error, pues im­pidió la expansión de las aldeas con sus colonias y también fue lesiva para la economía rusa.

El pueblo germano, con semejante constitución se sentía dismi­nuido espiritualmente y aplastado; de nada valían sus sacrificios por abandonar su tierra natal y perder sus derechos ciudadanos, morir de hambre y frío durante el año de peregrinación hacia un edén que sólo existía en los sueños de Catalina II... y ahora, un Código primitivo y extraño, en una tierra de siervos los condujo al borde de la desespera­ción; los sufrimientos morales y espirituales estaban en consonancia con los físicos”.

Se inicia la segunda emigración

Los alemanes del Volga deciden abandonar Rusia

Investigación especial VIII

“Entre 1764 y 1767 se fundaron en ambas már­genes del Volga ciento cuatro colonias, con po­blación extranjera en la que el predominio ale­mán era casi total. Había también franceses y de otras naciones, quienes regresaron pronto a sus respectivos países. De esas colonias madres, na­cieron noventa y una más. En 1912 formaban un total de ciento noventa y cinco. De éstas, algu­nas, según tradición verbal, fueron aniquiladas en las incursiones de hordas salvajes. La prime­ra colonia fue fundada el 29 de junio de 1764 y se llamó Dobrinka, la cual en 1912 tenía 5.400 habitantes. La mayor, llamada Norka, fue fun­dada el 15 de agosto de 1767 y tenía 14.236 ha­bitantes”. (Según testimonio escirto del historiador Matías Seitz)

Motivaciones para dejar el Imperio zarista

“Apenas asumió el poder en Rusia Catalina II, la Grande, comenzó a desplegar un astuto y ambicioso plan colonizador para civilizar y expandir el Imperio –argumentan Popp y Dening en su libro “Los Alemanes del Volga”-, y nuestro pueblo fue un tanto víctima y resultó sacrificado por la nombrada estadista; cuando desembarcaron de los barcos que por el Báltico los condujeron a tierra rusa, tuvieron la pri­mera "desagradable sorpresa" al enterarse de que todos debían de­dicarse a la agricultura, aunque el Manifiesto de su Majestad no con­tenía dicha cláusula. De la Renania (Alemania) salieron 30.000 personas y por las tremendas peripecias del viaje sólo llegaron 27.000 al Volga, sobrevi­viendo apenas 23.000 después de la primera década; naturalmente que durante el siglo diecinueve alcanzaron cierto bienestar.

Esta colonización fue la primera que la Corona rusa condujo so­bre las yermas estepas de su Imperio; en consecuencia fue un experi­mento incierto plagado de indecisiones y desatinos. Fueron creados organismos especiales para su administración y se dictaron reglamen­tos para "siervos" de acuerdo al estigma social imperante en el país y a la inveterada mentalidad de sus dirigentes y no para "personas libres" como eran los alemanes; los funcionarios rusos desconocían el trato con un pueblo libre que recién comenzaron a conocer a par­tir de 1863 —un siglo después de la inmigración de nuestros antepa­sados—, cuando el Gobierno abolió la "servidumbre".

También es preciso volver al contenido de la invitación de Ca­talina II, en su tantas veces aludido Manifiesto de 1763, cuando —aparte de eximirlos del pago de los tributos habituales del país—, los eximió de prestar el servicio militar junto con sus descendientes por tiempos eternos. De esto se desprende que nuestro pueblo teóricamente poseía privilegios muy especiales en Rusia, y prácticamente constituía un pequeño estado dentro de un gran Imperio; tal vez esta maniobra de promesas exageradas para inducir a los alemanes a colo­nizar el Volga fue un error histórico o... una treta desleal y sádi­ca, tan común en los hábitos diplomáticos de aquella época.

Las guerras y el militarismo los obligaron a huir de su patria nativa hacia el este, ignorando tal vez, que el Imperio ruso también poseía un numeroso ejército que nutria sus filas de un pueblo de "siervos", que nunca conocieron la libertad hasta 1863; estos solda­dos —extraídos de la servidumbre rural y urbana—, no se incorpora­ban para adquirir instrucción militar o cívica, sino para continuar sir­viendo ciegamente a sus superiores. El ejército ruso, hasta fines del siglo diecinueve, no gozaba de buena fama y menos en la imaginación de nuestros colonos; cabe agregar que de acuerdo al arma, el servi­cio militar se extendía de cinco a siete años consecutivos, en lugares muy alejados del Volga.

Un pueblo libre, que gozaba de privilegios especiales y que es­taba completamente separado de los nativos, continuando con sus tradiciones y su lengua, sin obligación de cumplir el servicio militar en su nueva patria, no podía continuar así por mucho tiempo; des­pués de esta introducción esclarecedora, desarrollaremos los cuatro motivos principales que indujeron a muchos colonos a dejar las co­lonias en forma definitiva; a saber:

1º SERVICIO MILITAR: El historiador Riffel se detiene espe­cialmente en este aspecto; mas, no podemos admitir que los alemanes sean más cobardes que los rusos. Ello quedó muchas veces demostrado en las frecuentes guerras de la época con los turcos; pero al difundirse la noticia de que el zar Alejandro II dejaba sin efecto la promesa formal de eximir a los colonos alemanes y a sus descendientes del ser­vicio militar obligatorio, el impacto fue terrible. Con el sofisma de que para los rusos el concepto de "tiempos eternos" se limitaba sólo a "cien años", los colonos se sintieron defraudados y nuevamen­te engañados por los rusos; tener que abandonar, —por primera vez—, sus aldeas para alejarse miles de kilómetros por cinco a siete años, para incorporarse a un ejército —caballería-infantería-marina-artillería—, compuesto por nativos de la peor calaña y extraídos de entre los sier­vos rusos, era algo inadmisible.

Los jóvenes dedicados únicamente a la labranza de las tierras y a sus iglesias, no conocían otra cosa que su aldea o las colonias ve­cinas; no es de extrañar que, cuando los primeros reclutas salían de sus aldeas, las campanas eran echadas a vuelo y la multitud los acom­pañaba por un largo trecho, con lágrimas en los ojos. Era frecuente ver a las esposas de los soldados, arrojarse delante del tren que los llevaba al lejano regimiento porque, decían, si ya no estaba quien sostenía a la familia, ellas no tenían por qué seguir viviendo.

Todo un drama, tal vez exagerado, entre los pacíficos colonos, que al partir, al cumplimiento del servicio militar, se consideraban perdidos... Con ello comenzó la desconfianza hacia todo aquello que provenía del Gobierno ruso, considerado tan serio y cumplidor. Cuan­do, al fin, lograron cierto bienestar, comenzaron las peores dificultades para generar nuevos pensamientos para emigrar al lejano interior del gran Imperio; así llegamos al siguiente motivo:

2° ESCASEZ DE CAMPO. Tal como lo mencionamos, el régimen MIR, o sea la permanente redistribución de las tierras por períodos decenales en cada comunidad (aldea), provocaba una sensible dismi­nución —por el aumento vegetativo— de asignación de tierra por ha­bitante masculino; no obstante las dos ampliaciones otorgadas por la Corona, el crecimiento de la población fue tan intenso, que en la Bergseite en 1798, aún correspondía a cada habitante un promedio de 16 has. Pero en 1869, dicho promedio apenas alcanzaba 1,6 has por cabeza.

A partir de 1870 el Gobierno ya no cedía campo en el Volga a los alemanes; quien necesitaba tierra para cultivar tenía que buscarla en Siberia en la Rusia Asiática; los hijos que iban a suceder al padre en el laboreo del predio agrícola, ya no podían —por el servicio mili­tar obligatorio—, permanecer en las colonias con seguridad... ello, nuevamente obligaba a tentar la búsqueda de algún lugar de radica­ción definitiva. Asimismo, el Gobierno ruso, un tanto alarmado por el crecimiento y la expansión alcanzada por nuestro pueblo, en ningún momento se opuso a la emigración de sus descendientes; incluso se les dio diez años para salir libremente del país. Como siguiente factor para emigrar citaremos:

3º POLÍTICA DE RUSIFICACIÓN. Nuestro pueblo se había mantenido totalmente ajeno al sistema de vida y de la cultura rusas hasta entonces; quebradas las promesas de Catalina II en lo relativo al servicio militar y reducidas las atribuciones adminis­trativas y judiciales otorgadas a las colonias de los alemanes del Volga, no cabía duda que se avecinaba lo peor. La poca autonomía de la cual aún gozaban en sus aldeas fue completamente derogada en 1876; recién entonces se dieron cuenta de que vivían en un país hostil que los consideraba como "intrusos". Muy pocos conocían el idioma ruso y los vínculos con los nativos eran casi nulos: quien pensaba quedarse, debía comenzar de nuevo y someterse a dicho tren de asimilación a un pueblo que muy poco antes había salido del estado de servidum­bre, con modos de vida tan distintos, era suficiente razón para buscar nuevos horizontes en la emigración. La juventud rusa había acunado un nuevo slogan —a imitación de los americanos—, "Rusia para los rusos" que ya indicaba claramente que en el futuro quedarían pocas opciones y se sabía que el nuevo zar comulgaba también con esas ideas; aún resumiremos otros motivos:

MOTIVOS MENORES. Ante un panorama tan incierto y difí­cil, se agregaron años de sequía y sin cosechas y ello aumentó la aflic­ción y desesperación de nuestros colonos al máximo; tan es así, que en 1871 toda la región sureña del Volga se vio afectada de una gran sequía, muy extraña por cierto, y otros años similares siguieron lue­go y la decepción se extendía cada vez con mayor fuerza. Citemos también el influjo negativo que siempre tuvo sobre nuestros antepa­sados la crudeza del invierno ruso.

Finalmente, ante ese cúmulo de dificultades que se interponían en la vida habitual en Rusia, también surgió el temor de una eventual restricción de la libertad de culto, o de conciencia, o la imposición lisa y llana de la exigencia de adoptar la religión ortodoxa oficial de Rusia, como acaeció más o menos en la época, sobre las costas del Mar Báltico, en donde más de tres millones de católicos y protestan­tes fueron obligados a profesar la religión ortodoxa”.

 


Nuevo continente

Rumbo a América

Investigación especial IX

“Los alemanes del Volga que dejaban Rusia tenían decido emigrar al Brasil pero “Jakob Riffel cita en su libro el testimonio del Schulmeister Däning quien sorprendió un comentario del jefe de comedor del barco a otro tripulante. Cuando uno decía al otro, irónicamente, que en esta oportunidad parecía que "el hombre propone y el capitán dispone". Däning quiso rectificarle con el conoci­do "y Dios dispone". A lo que el personaje replicó: "Muy bien dicho, siempre hay un conductor supremo que os llevará al lu­gar correcto", todo esto expresado con un sospechoso tono que el Schulmeister recién interpretaría semanas después

Sin advertir, por lo tanto, en qué lugar se encontraban ni mucho menos qué significado tendría este "desvío acciden­tal" en su futuro, desembarcaron en el puerto de Buenos Aires entre el 5 y el 6 de enero de 1878. Con total desconcierto, comprobaron que no había por el momento ninguna posibilidad de ser trasladados al Brasil, excepto por cuenta propia”.

Habiéndose reunido en la ciudad de Saratov mucho más de mil personas, procedentes de las distintas colonias situadas a orillas del Volga y apuradas por emigrar, el gobierno ruso puso a su disposición un tren que aparte de su coche postal y el de carga, llevaba doce vagones de pa­sajeros. Los viajeros fueron clasificados según las familias y según las colonias, con todos los ele­mentos indispensables para afrontar cualquier eventualidad de un viaje de ocho días, rememora Matías Seitz. Y agrega que la ma­yoría, principalmente mujeres y niños, veían por primera vez en su vida un tren, razón por la cual quedaban admirados y a la vez temerosos de que pudiera descarrilar o producirse algún choque con otro tren que lo enfrentara. Una abuela, ante la posibilidad de ese peligro, excla­mó: "¡Mejor nos hubiéramos quedado en nuestra querida Colonia!". "No hay que temer, replicó el señor Salzmann, porque la mano de Dios nos protege".

Entre recuerdos del hogar abandonado, can­tos y las oraciones acostumbradas, pasó la car­gosa semana del trayecto. Todas las mañanas se levantaban a las siete y, después de la toilette, el sacristán señor Däning, de potente y agrada­ble voz, tocaba un cencerro convocando a todos los pasajeros a la hora espiritual, la que consis­tía en entonar himnos, el rezo del Santo Rosa­rio y otras prácticas de piedad.

Al llegar a la estación de Orel, el tren se des­vió hacia un costado para dejar libre el acceso porque, dadas las frecuentes guerras de Rusia con Turquía, esperábase la llegada de otros tre­nes con abundante material bélico.

Oportuna advertencia

En esa situación, el señor Salzmann dirigió un manifiesto a los jóvenes que formaban parte del pasaje. Les dijo: "A ustedes les esperaba en Ru­sia la misma suerte. Es mejor que la abandone­mos cuanto antes". "Sí, señor, replicó uno, no queremos dejarnos fusilar por el Zar’". Otro de los presentes, un anciano, acotó: "Cuan ciertas son las palabras del Señor que dice: Buscad pri­mero el Reino de los Cielos y lo demás se os da­rá por añadidura’’, y añadió: "Tengo temor de que los colonos que permanecen en Rusia y so­bre todo aquéllos que se aprovecharon de nos­otros, cuando tuvimos que vender nuestros en­seres, sufran grandes contratiempos".

Como si esto hubiera sido un anuncio profe­tizó, 40 años más tarde irrumpió el comunismo y exterminó a la mayoría de ellos. Los sobrevi­vientes fueron protegidos por Hitler, cuando in­vadió Rusia en la guerra, por ser alema­nes, pero al ser vencida Alemania, los rusos se vengaron y aniquilaron a los que quedaron, por considerárseles alemanes y católicos.

En la vieja patria

Al séptimo día del viaje se produjo un comen­tario unánime: "La próxima estación es Eydtkunnen y estaremos en Alemania, la patria de nues­tros antepasados, quienes hace 114 años se ha­bían dirigido a Rusia. Ahora nos encontraremos con gentes que hablan nuestro idioma". Los jó­venes y las jóvenes saltaban de alegría. Las mú­sicas más bellas, especialmente las clásicas polquitas alemanas, eran ejecutadas en acordeón (la verdulera) y acompañadas con el canto.

El sacristán entonó con sus cantores el himno de acción de gracias "Grosser Goth, wir loben dich", o sea ’’’gran Dios te alabamos", himno lla­mado Te Deum, que se canta en nuestros tem­plos en las fechas patrias. Mientras el tren en­traba en la estación alemana se oyeron voces emocionadas: "Eydtkunnen, Eydtkunnen, Deutschland, Deutschland...".

Dada la curiosidad que esta noticia había des­pertado en toda la nación germana, al arribo del primer contingente la estación se llenó de públi­co, ansioso por presenciar las escenas del encuen­tro. Pronto quedaron llenas todas las dependen­cias, salas, galerías y otros lugares de espera de la citada estación. Inmediatamente se confundieron viajeros y espectadores, asaltando éstos a los pri­meros a preguntas, deseosos de saber las aventu­ras vividas en la lejanía de donde llegaban.

Consejo sobre el nuevo destino

Interrogados hacia dónde se dirigían, replica­ron a una voz: "Vamos al Brasil". Entonces, de todos los labios oyeron que la opinión de sus in­terlocutores era muy distinta. Un señor trajeado elegantemente y que tenía gran conocimiento de Sud América por las agencias noticiosas con las que tenía permanente contacto, les manifestó:

"Mejor harían en ir a la Argentina, porque si en Rusia ustedes se dedicaron a la agricultura, de­ben ir necesariamente a esa nación, que es tam­bién un país que se distingue por las condiciones de sus terrenos y el clima para producir cereales, especialmente el trigo, la principal preocupación que los mueve a realizar este viaje. Brasil no sir­ve para esas actividades, porque es más bien un país que produce porotos blancos y negros, de los cuales los mejores son los negros, es decir los porotos del café. Pero tampoco esto se pro­duce en todo el país".

La estada en este lugar duró apenas dos horas, que aprovecharon los viajeros para visitar diversos lugares de la ciudad, fronteriza de Alemania y Rusia, en que se hallaban. Mientras tanto, preparábase el trasbordo a otros vehículos que de­bían conducirlos a través de la capital de Alema­nia, Berlín, al más próximo puerto alemán, don­de debían embarcarse hacia su futuro destino.

Después de las dos horas de espera, en la es­tación se dio la orden tocando la campana: "¡A Berlín! ¡Todos arriba!". Al ponerse en marcha oyóse la voz atronadora de todos los presentes, que despedían a los viajeros diciendo; "¡Feliz via­je y mucha suerte en el nuevo mundo!". Este saludo fue agradecido con el agitar de manos y blancos pañuelos. En la travesía hubieran desea­do contemplar muchas cosas de Alemania, tan caras a su corazón por la sangre que corría por sus venas, pero pronto sobrevino la noche con sus densas tinieblas y al día siguiente ya se en­contraban en la ciudad mayor o sea la capital, Berlín. Allí, sin perder tiempo, tuvieron que trasbordar inmediatamente al tren ya preparado y listo para arrancar, el que debía conducirlos a Bremen, puerto más cercano y al cual arribaron al promediar el día siguiente”.

Confabulación entre las compañías navieras alemanas

Aquí es oportuno cerrar con el comentario de Olga Weyne, que en su libro “El último puerto”, revela que una vez en Bremen, los alemanes del Volga “retiraron los pasajes en la empresa Nord-Deutscher Lloyd Bremen”. Y que “allí hizo su aparición el primer indicio de que éste sería un viaje algo accidentado: se les fijaba como lugar de destino Buenos Aires y no Río de Janeiro.

La empresa adujo que, por haber en esos momentos en Río una epidemia de fiebre amarilla, el puerto estaba cerrado pero que serían transportados al mismo desde Buenos aires, en un barco brasileño.

El viaje marítimo fue realizado en dos vapores: el Salier, con 800 inmigrantes a bordo y el Montevideo con los restantes.

Los historiadores consultados no coinciden en cuanto al número de pasajeros ni en lo que hace al nombre de los vapores pero Popp y Dening sugieren que la apreciación de Riffel, que acá se sigue, es la más acertada.

El confuso cambio de destino originado en Bremen no es la única referencia a una supuesta "confabulación" existente entre las compañías navieras alemanas y los agentes argentinos de co­lonización, destinada a reorientar los contingentes hacia Bue­nos Aires.

Jakob Riffel cita en su libro el testimonio del Schulmeister Däning quien sorprendió un comentario del jefe de comedor del barco a otro tripulante. Cuando uno decía al otro, irónicamente, que en esta oportunidad parecía que "el hombre propone y el capitán dispone", Däning quiso rectificarle con el conoci­do "y Dios dispone". A lo que el personaje replicó: "Muy bien dicho, siempre hay un conductor supremo que os llevara al lu­gar correcto", todo esto expresado con un sospechoso tono que el Schulmeister recién interpretaría semanas después

Sin advertir, por lo tanto, en qué lugar se encontraban ni mucho menos qué significado tendría este "desvío acciden­tal" en su futuro, desembarcaron en el puerto de Buenos Aires entre el 5 y el 6 de enero de 1878. Con total desconcierto, comprobaron que no había por el momento ninguna posibilidad de ser trasladados al Brasil, excepto por cuenta propia.

Según los relatos tomados como fuentes, al hacer escala el vapor Montevideo en Río, subió al mismo el agente Andreas Basgall quien siguió con ellos hasta Buenos Aires. Parece que su intervención fue decisiva ya que cuando se produjeron algunos roces con las autoridades aduaneras argen­tinas su palabra persuasiva convenció al grupo para aceptar su nuevo e inesperado destino”.

Por último, Jakob Riffel, que aparte de ser el historiador que redactó la historia de los alemanes del Volga mediante fuen­tes ya existentes y también conforme a sus propias inves­tigaciones obtenidas de viajeros que aún vivían antes de 1928, sostiene, después de un exhaustivo análisis, que los primeros inmigrantes ale­manes que se establecieron en la Provincia de Entre Ríos, llegaron al puerto de Buenos Aires en las fechas siguientes: el Salier, con 800 inmigrantes entre el 5 y el 6 de enero de 1878, y el Montevideo, con 175 inmigrantes a bordo, entre el 8 y el 9 de enero del mismo año; se estima que el número de este segundo contingente puede haber superado los doscientos. Este último barco, por haber ingresado a puertos brasileños, fue demorado unos días en razón de la fiebre amarilla producida en dicho país en esa época.

Pero este numeroso grupo de alemanes del Volga no fue el primero en pisar suelo argentino, sino que el 24 de diciembre de 1877 habían llegado, procedentes del Estado do Paraná (Brasil), un reducido grupo de ocho familias y tres solteros que el 5 de enero de 1878 fundaron lo que hoy constituye la colonia madre de Hinojo, en las cercanías de Olavarría, provincia de Buenos Aires. Mientras tanto las restantes más de mil familias arribadas, como ya citamos, el 5 y 6 de enero de 1878 y entre el 8 y 9 del mismo mes, se dirigieron a la provincia de Entre Ríos, iniciando allí una enorme y próspera colonización, que con el correr de los años dejaría un saldo de varias aldeas y colonias fundadas.

Nuevo país

Se inicia la colonización alemana del Volga en la Argentina

Investigación especial X

El presidente, doctor Nicolás Avellaneda, había dispuesto medidas propiciando la colonización de las pampas vírgenes con agricultores europeos, aunque la región que cir­cundaba a Buenos Aires hasta una profundidad de 200 Km. ya estaba ocupada por grandes terratenientes latifundistas cuyos antepasados se habían beneficiado con la famosa ley de Enfiteusis Rivadaviana de manera que las superficies disponibles en la realidad eran aduar de los indios. La ley 817 del 19 de octubre de 1876, llamada de Inmigra­ción y Colonización, fue uno de los pilares económicos que permitió proyectar la industrialización del país por el acopio de divisas que generó.

Recién en los años de la llegada de los alemanes del Volga, la Argentina comenzaba a satisfacer sus propias necesidades en lo rela­tivo a producción agrícola.

Eran tiempos en los cuales la Argentina se desprendía de la he­rencia colonial para transformarse en potencia productora y luego in­dustrial; la economía nacional comenzaba a incorporar la tecnología europea y nuestro pueblo contribuyó en gran medida a ello. Así como había transformado la estepa del Volga en el granero de Rusia, se es­peraba de él, el mismo milagro en las pampas argentinas”.

Cuando el Poder Ejecutivo Nacional remitió al Congreso el proyecto de ley referido a la colonización alemana del Volga en la provincia de Buenos Aires, el 10 de octubre de 1877, hizo constar que los gastos habían sido calculados en más de 600 $ F por familia, de los cuales la administración central contribui­ría con la tercera parte.

Después de un tramite bastante acelerado, puesto que se tenía noticia del cercano arribo de las primeras familias, se dispuso la extensión a otorgar. Serían 16 leguas cuadradas en el partido de Olavarría y la tierra pública del Arroyo de Nievas, pero se reservaría una tercera parte para venderla a familias argentinas o de otras nacionalidades.

Cada familia podía adquirir de uno a cuatro lotes a razón de 50 $ m/n la Ha, a pagar en un plazo de 10 años. Por el mis­mo tiempo, los colonos quedaban eximidos del pago de la contri­bución directa.

Para facilitar la administración de la colonia (fundada el 5 de enero de 1878 con el nombre de Hinojo, al que los alemanes del Volga denominaron durante los primeros tiempos Kamenka, en recuerdo de la colonia volguense de origen), se dispu­so el nombramiento de un Intendente, que sería el encargado de poner a los inmigrantes en posesión de sus lotes y de mantener el orden público y quien estaría bajo la dependencia de una la Comisión Directiva nombrada por el Poder Ejecutivo.

Cuando los colonos llegaron a Hinojo ya contaban con ca­sillas provisorias instaladas y, cumpliendo con lo prometido, el gobierno les cedió animales y un arado como así también me­dios para su manutención por un año.

En cuanto a la tierra, ya estaba hecha la división en cha­cras de 40 Ha por unidad, correspondiéndole una a cada varón, sin discriminación de edad. Esto favorecía a las familias nu­merosas y algunas de las más prolíficas recibieron hasta ocho chacras.

Es probable que esas ventajas iniciales tuvieran relación con las características de zona de frontera que aún revestía Olavarría en esos años.

En el pequeño pueblo de Hinojo se conservan todavía algu­nos testimonios de esas primeras épocas, como por ejemplo un breve manuscrito que el Schulmeister José Gottfried encontró en la iglesia local. Se lee allí que: "Duros fueron los primeros tiempos, nos decían nuestros abuelos (...) primero el idioma (...) los pajonales (sic) no se divisaba más que unos metros y el poco tiempo transcurrido de la con­quista de (sic) desierto siempre quedaban algu­nos indios los hombres (que) tenían que (ir) a sus chacras a trabajar.

Con mejor sintaxis pero con datos parecidos, informa a su vez esta otra reseña: "Llegaron hasta un lugar llamado San Jacinto. Lo único que respondía a ese nombre eran los pa­jonales, donde los patriarcas permanecieron unos dos años, debiendo organizar continuamente guar­dias, armados con implementos antediluvianos pa­ra defenderse de los malones indios".

De cualquier forma, los rastros de esta primera fundación prácticamente se han perdido. “A raíz de algunos conflictos sus­citados con otro grupo de colonos, en este caso franceses esta­blecidos en la zona acogida por la misma ley de colonización, los alemanes solicitaron y obtuvieron el permiso para trasladar­se a un kilómetro de distancia”, escribe Olga Weyne.

Mientras que el Mayor Capellán (RE) Matías Seitz documenta que: “En ese lugar habían acampado también unos franceses, que molestaban a los alemanes, exi­giendo que encerraran sus animales, cosa impo­sible por no existir aún alambrados. El entusiasmo aumentó cada vez más y así se duplicaban las actividades de todo orden, teniendo también gran interés en la cría de aves de corral, gallinas, pa­tos y sobre todo gansos, cuyas plumas eran apro­vechadas por las señoras para confeccionar almohadas y frazadas, de buena protección contra los fríos del invierno.

Los tranquilos pobladores tomaron una im­portante resolución, de acuerdo con el refrán que dice: "Te quedas a la izquierda, me voy a la derecha". Eso para eludir incidentes con los franceses. Un representante del grupo consultó con la administración, si él y las demás familias po­dían reunirse en una chacra distante unos mil metros del arroyo, para ubicar en ese lugar la colonia, todo en bien de la paz común, "porque no queremos tener cuestiones con los vecinos".

Acordado este permiso, desmontaron todas las viviendas para trasladarlas, con los demás colonos, al nuevo destino, al cual llegaron pocos días después nuevos emigrantes del Volga en cantidad bastante apreciable.

Así quedó fijado el lugar definitivo de la Co­lonia Hinojo, donde se encuentra en la actuali­dad. Como las familias estaban formadas por personas todavía jóvenes y los hijos eran nume­rosos, tanto los hombres como las mujeres, al principio, tuvieron que realizar tareas sumamen­te agobiadoras, no sólo en la casa sino también en el campo. Uno de los más jóvenes principian­tes, el primer año, contra viento y marea pudo sembrar de cuatro a cinco hectáreas; el segundo año anduvo mejor y llegó a las 14 hectáreas.

Después de fundarse la colonia de Hinojo, se desplazó otra corriente inmigratoria desde el Volga y unas veinte familias fundaron la colo­nia Nievas, llamada también Holtzen. Eran to­das personas ordenadas y con espíritu laborioso las que se iniciaron en ese lugar. El cielo los favoreció y, obteniendo buenas cosechas en los años siguientes, pudieron acomodarse bien. La producción abundante de la hacienda sumó nue­vos ingresos, que fortalecieron la economía que ya tomaba bases sólidas.

Al bienestar espiritual contribuye una desaho­gada posición material. Estas circunstancias es­timularon su progreso. Años más tarde se funda la colonia San Mguel. Los terrenos ocupados por estas tres colonias habían sido donados bastante tiempo atrás a un general del Ejército Argentino, en retribución por los pa­trióticos servicios prestados al país. Como eran tierras fiscales, no tuvieron lugar interferencias del gobierno.

Dado el interés que tenía la comisión adminis­trativa por las colonias, fueron cedidas a los ale­manes del Volga. El susodicho militar recibió otro terreno de mayores dimensiones, donde aún habitaban los indios. San Miguel acusó un pro­greso rápido y muchos de sus ocupantes se vol­vieron personas adineradas, con una solvencia económica tal que les brindaba un bienestar completo.

Algunas chacras tenían canteras, de donde se extraía cal. Hombres de fuerte posición se hicie­ron cargo de esa explotación, con la cual los co­lonos no sabían qué hacer. Esta zona se abastecía, entonces, de la cal de Azul, que, a la vez, la proporcionaba a media república. También se establecieron dos grandes fábricas de cemento, dotadas de los elementos más modernos existen­tes en la época, que produjeron la riqueza del lugar prosperando en una forma que nadie se había imaginado. Donde hay espíritu de lucha se superan todos los obstáculos que se interpo­nen en las conquistas impulsadas por nobles idea­les.

Los colonos de San Miguel orientaron sus ac­tividades hacia las dos ramas fundamentales del campo: agricultura y ganadería. Las chacras de las tres colonias contaban con pasto muy bueno para la hacienda. Ese fue un factor de peso pa­ra que algunos se consagraran con preferencia a lo último, por lo cual podía observarse chacras que contaban hasta con mil y dos mil cabezas entre vacunos, lanares y equinos. La colonia San Miguel suministró, con el correr de los años, nu­meroso personal humano para fundar más y más colonias, que fueron extendiendo su influencia en forma progresiva hacia otras latitudes de las provincias de Buenos Aires, Córdoba, La Pam­pa, el Chaco, etc.

Hinojo fue la primera de las colonias, si bien su contingente no asumió el volumen del que se radicó en Entre Ríos, en cuanto a cantidad de las personas, pero con orientación uniforme para todos, resolución ya adoptada en el Volga, porque no daban aside­ro en sus proyectos colonizadores a los caprichos individuales. Hinojo fue así la cuna de esas colonias en la Argentina”, concluyen los historiadores Popp y Denning.

Nuevo hogar

La colonización alemana del Volga en Coronel Suárez

Investigación especial XI

“El 24 de septiembre de 1885 arriba al puerto de Buenos Aires el vapor “Strasburg”, de la compañía F. Miller, con un grupo de familias procedentes de aldeas de la colonización del bajo Volga, que se dirigen a Colonia Hinojo, Olavarría. Pero sólo permanecieron allí alrededor de un año y medio, pues ya no quedaban tierras disponibles para instalarse definitivamente. Ante esta dificultad, el párroco de Colonia Hinojo, Padre Luis Serbet, viajó al sur de la provincia de Buenos Aires para iniciar negociaciones con el Sr. Eduardo Casey, que poseía 300.000 hectáreas de campo virgen en un paraje denominado Sauce Corto. Logrado el acuerdo estas familias parten de la localidad costeando el recientemente inaugurado riel del Ferrocarril del Sud, rumbo a la Estación Sauce Corto, donde tras algunos conflictos fundan semanas después tres localidades”.

Introducción

“Eduardo Casey había formado una compañía con aporte de ca­pitales ingleses, adquiriendo en 1882 las 100 leguas de la con­cesión del coronel Ángel Plaza Montero, en Curunalán, cerca de Bahía Blanca”, refiere Olga Weyne en su libro “El último puerto”.

En su en su tesis de posgrado publicada en 1987, la investigadora sostiene que “como sus socios consideraron imposibles las condiciones de poblamiento y cultivo del lugar, decidió encararlas por cuenta propia. Así, formó la Curumalán S. A., cuya mayoría accionaria le pertenecía y organizó un establecimiento para perfeccionar ganado caballar, al mismo tiempo, pensó instalar en la zona 60 familias de agricultores europeos”.

A fines de 1884, por su iniciativa, llegaron hasta Bahía Blanca los rieles del ferrocarril del Sud y tiempo antes había sido construida la estación de Coronel Suárez, que estaba a punto de ser fundada como cabeza de partido. Era, en conse­cuencia, un lugar aún prácticamente deshabitado, ocupado sólo por alguna que otra ranchería.

Los alemanes del Volga

El padre Servett decide viajar al sur con una comisión de vecinos de Hinojo. Después de conversaciones con repre­sentantes de la compañía, se les pidió considerar una interesante propuesta: aceptar las subdivisiones de urbanización ya trazadas para la ciudad a la vera del ferrocarril en la misma planta urbana de la actual Coronel Suárez. Lógicamente, ninguna de estas dos propuestas correspondía a su esquema tradicional de poblamiento. En este caso, agrava­ba la situación el hecho de que la ciudad estaría construida a la vera del ferrocarril, lo que significaba una proximidad "pe­ligrosa" con las novedades modernas que llegarían de las otras ciudades.

Sencillamente, rechazaron la oferta ante el asombro y to­tal perplejidad de los administradores de la Curumalán.

Dada la situación, debieron ser instaladas en carpas en la estación misma, hasta que el gobierno provincial resolviese el problema.

Después de 45 días llegó la respuesta: se los autorizaba para crear colonias granjeras pero no pueblos, lo que implica­ba que no podía haber cuadras urbanizadas. En los hechos, las autoridades terminaron por aceptar el diseño impuesto a las plantas de las aldeas por los futuros pobladores, interpretan­do que se ajustaban a la ley.

Todavía en el presente subsiste su diseño: una calle céntrica de 50 m de ancho, dividiendo los lotes enfrentados de los colonos. Los que llegaron posteriormente o los descendientes, fueron poco a poco instalándose en calles paralelas.

Pueblo Santa Trinidad

Se estima que los fundadores de Pueblo Santa Trinidad arribaron al lugar en septiembre de 1886, seis meses antes que los de los otros dos pueblos, porque venían acompañando al padre Servett en el reconocimiento de los campos y a mantener contactos con los administradores de la Curumalán. Solamente permanecieron aquí lo suficiente para sembrar algunas hectáreas de maíz. Culminado el trabajo retornaron a Hinojo para levantar la cosecha de trigo, regresando en 1887, con la expedición definitiva que fundaría los tres pueblos en el distrito de Coronel Suárez.

Pueblo San José

El 13 de abril de 1887 se fundó Pueblo San José y los colonos comienzan a consagrarse al trabajo diario de establecer una comunidad con un desarrollo cultural y social de primer nivel. Construyen una iglesia que por su belleza y magnitud es conocida como “un monumento a la fe” y ha adquirido renombre nacional. Esta obra de arte es considerada como una de las iglesias más hermosas de la provincia de Buenos Aires.

Pueblo Santa María

Pueblo Santa María fue fundado el 11 de Mayo de 1887. La memoria colectiva rememora que los primeros colonos habían mensurado solares ubicados en cercanías del arroyo Sauce Corto y que una creciente del cauce de agua les demostró que se encontraban en una zona proclive a inundaciones periódicas. Por lo que decidieron trasladarse unos quinientos metros más allá del lugar, sobre una loma de piedra. Allí edificaron sus casitas de adobe y erigieron una nueva localidad.

Dios, Patria, Hogar

Los primeros años en los pueblos alemanes

Investigación especial XII (Última parte)

Los comienzos de Pueblo Santa Trinidad, San José y Santa María fueron duros. La agricultura –baluarte del desarrollo de los alemanes del Volga- resultó decepcionante durante varios años. Las cinco primeras cosechas se las llevó la helada. Como los colonos estaban empeñados en lograr a toda costa trigo, la compañía Curumalán les siguió acordando nuevos créditos para evitar que cundiera el desaliento. Con tesón y esfuerzo consiguieron doblegar tanto fracaso. A medida que fueron interiorizán­dose de las características del terreno, los resultados mejora­ron. En pocos años las cosechas del sur bonaerense fueron altamente satisfactorias.

Las colonias comienzan a surgir

Fue delicia ver cómo poco a poco aparecieron las huertas caseras; la tierra era tan fértil que bastaba tirar la semilla para obtener las mejores hortalizas. Poco tiempo después de su lle­gada muchos colonos cultivaban quintas frutales y comían sus propias verduras. Muchas mujeres trabajaban en estos menesteres de la quinta y sus productos cobraron fama. ¿Quién no recuerda la quinta de la abuela, sus sandías, sus melones, sus ajos, sus tomates? ¿Quién no la veía, en los días de verano, carpiendo y regando su quinta? Los dramas económicos vinieron después; hubo cosechas con malos resultados; deudas a los co­merciantes; orugas y langostas; sequías y excesos de lluvia. La cría de la gallina fue una actividad familiar que ayudó a vivir en los primeros tiempos, efectuada en forma sencilla, sin galli­neros y sin conocimientos. Las madres de la colonia se ingenia­ron y miles de pollitos correteaban alrededor de la casa; nunca faltó una gallina para el puchero. Los golpes fueron duros en los primeros años, pero la fe de la mayoría nunca flaqueó y aquel génesis forjó almas fuertes y llenas de fe en el tra­bajo. Varios factores contribuyeron a la afirmación de los inicia­dos sobre la tierra: el ilimitado valor de los pioneros ante los desastres, su fuerza de voluntad, que renacía con cada golpe, en un anhelo místico de conquistar para siempre las campiñas de la "tierra soñada"(... )

Lentamente fue corriendo el tiempo: 1887, 1888, 1889, 1890... Mil pequeños detalles amargaban la vida de los pioneros. El ambiente nuevo y las costumbres de la fauna silves­tre, desconocidas para ellos, creaban las consiguientes inquietu­des para grandes y pequeños. Un hecho tan simple como la des­aparición de los huevos en el gallinero, de los pollitos en el nido o de algunas tiras de cuero sobado, ponían una nota de temor en el ambiente, porque nadie sabía quienes eran los culpables. En los días de ardiente calor había que estar espiando a los la­gartos y perseguirlos a latigazos; buscar a las comadrejas ocultas en los huecos de los árboles o en los mismos nidos de las gallinas. Un día aprendieron a reconocer a los zorrinos y a cuidarse de sus emanaciones... y los zorros no sólo se comían las coyundas de los yugos, sino que una noche cualquiera arrasaban con todo el gallinero, sin que se sintiera nada bajo el silencio de un cielo estrellado. Muchas veces se perdían los caballos de trabajo o algún matrero robaba los caballos en el momento más urgente de la siembra, sin que pudieran ser encontrados... y la desesperación cundía. No sabiendo distinguir las serpientes venenosas de las culebras inofensivas, las confundían a menudo, con casos lamen­tables de angustia inútil, cuando a veces aparecía uno de esos ofidios enroscado en la cocina o debajo de la cama. Después la soledad, que roe la vida del campesino, la nostalgia de la lejana familia, los recuerdos del pasado. A pesar de la disposición que se dio a la colonia los vecinos en sus campos se hallaban alejados y cada uno debía resolver por sí mismo, en un momento dado, sus problemas del día.