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hilando recuerdos

Entre telas y agujas

Entre telas y agujas

Las colchas de mamá

 

Colaboración especial

de Noelia Suppes

 

Toda mi vida prácticamente, he tenido un pedazo de tela entre mis manos, no sé por qué extraña razón, desde que era una niña se me dio por eso. Tal vez como una manera de entretenerme o por necesidad. Pensándolo bien, creo que por las dos razones.

 

Nací en el seno de una familia muy humilde. Pero esto no impedía que sintiera una atracción fascinante hacia lo bello, delicado y costoso.

Me entretenía y podía pasar horas y horas mirando las revistas de moda: miraba extasiada las modelos, luciendo esos lindos vestidos y me imaginaba confeccionando, transformando, quitándole una cosa y poniéndole otra. Permanecía encerrada en un cuarto desbaratando unos vestidos y armando otros.

Así transcurrió mi tiempo de la infancia. Sin cansarme nunca de ensayar una y otra vez, descosiendo y cosiendo a mano -porque en mi casa no había máquina de coser-, los vestidos de mamá, mis hermanas y míos. Así empecé, en lo que más adelante, se convirtió en mi trabajo, hasta el día en que una jornada de trabajo que ya no recuerdo en qué fecha fue, a mi madre se le ocurrió hacer colchas con relleno de lana de oveja, es decir, fabricar las clásicas colchas de los descendientes de alemanes del Volga, con los retazos de tela que sobraban en mi taller de confección de ropa.

Me encargaba que le guardara “las tiras”, como ella le llamaba a los pedazos pequeños de tela. Con ellos, después de recortarlos minuciosamente y unir unos con otros, cosiéndolos a mano, formaba una especie de sábana multicolor, compuesta de retazos de telas, de diferentes formas y tamaños, que luego rellanaba con lana de oveja.

Recuerdo que mamá empezó haciéndolas para la familia y luego por encargo, también para los vecinos y amigos, a quienes se las vendía a muy bajo precio. Así se fueron dando a publicidad “Las colchas de mamá”, entre todas las personas que la conocían.

Debo confesar que durante todos los años que vi a mi madre ir y venir, llevando “las tiras” con esmero, para hacer sus colchas, no le di mayor importancia a aquello; me preocupaba por guardárselas y hasta, a veces, se las llevaba a casa; pero nada más. Esa era una actividad que no me llamaba mucho la atención; cosa que lamento hoy día; pero en fin, nada puedo hacer al respecto, para que aquello cambie.

Por eso, decidí escribir estas líneas como homenaje a ella, a su memoria, para que siempre esté presente en mi recuerdo.

 

(Historia real elaborada a partir de un relato de María Rojas)

Páginas 16 y 17

Afectos que el tiempo se guardó en el recuerdo

Afectos que el tiempo se guardó en el recuerdo

Doña Carmen, la modista

 

Hubo tantos personajes en mi pueblo. A todos ellos los recuerdo hoy con los mismos ojos con que los miré cuando era niño. El panadero, el carnicero, el almacenero, el verdulero, el zapatero y tantos, tantos más. Pero mi memoria rescata la gigantesca figura de mi pequeña madre. No sé. No me explico cómo hizo para criarnos. Con tantas carencias, no sé cómo se las arregló con un braserito, una plancha con manija colorada que cargaba con carboncitos, el jabón en barra y la tabla de lavar.

Siempre de luto, con sus manos tibias aquí y allá y nuestros delantales escolares tan blancos. Por las tardes era el eje central de aquel grupo de vecinas que transformaban la cocina en taller de costura. En un rato yo hacía mis deberes en una esquina de la mesa y oía palabras que nunca supe lo que querían decir: canesú, sisa, manga ranglan, y decían también una palabra larga, decían encandelillar. Como a las tres de la tarde oían telenovelas por la radio. A mi mamá le gustaban Tita Merello y Luis Sandrini y solía cantar un pedacito de Caminito, siempre el mismo pedacito. Una vez oí que susurraba: “No me dejes en el barro carretero, que me muero”.
Se acostaba después que todos. Pero aquellos accesos de asma no la dejaban dormir. Ella les decía ataques. Y tenía razón. Eran ataques. Para no despertarnos con su involuntaria y ruidosa fatiga, salía de la pieza y se sentaba en el corredor, pero igual se oía. De día el corredor de mi casa mostraba un parral hermoso con ramas formando dibujos y arabescos imposibles. De noche, esas noches, era un lóbrego espacio con gemidos lentos y agónicos. ¡Ay aquellas ansias desesperadas de aire! Tan simple, aire, solamente aire… Y desde nuestras camas oíamos aquel sacrificio por una bocanada. Yo tendría siete u ocho años y quería ser médico o curandero, mago o Dios.
Temprano, de muy niño, conocí la tristeza del dolor sordo, rabioso, impotente, el dolor pertinaz de no poder remediar nada. Lo peor era cuando soplaba el viento norte, despiadado y tibio. Le decían el viento de los locos. Sí, la gente se ponía nerviosa, inquieta, no sé. Entonces se podía predecir el salvaje ataque de asma. Violentos y desgarradores quejidos salían del pecho de mi madre. No había remedio. Sólo se le disminuían cuando aspiraba el humo del papel ahusado que ella quemaba por pedacitos y lo acercaba a su boca abierta y anhelante de aquel aire que sus bronquios cerrados no dejaban pasar.

El médico le recetó un medicamento. Fue inútil. Frasco tras frasco, inútil. Una vecina le dijo que para el asma no había nada mejor que la caparazón de tortuga hervida y puesta tres noches al sereno. Tomar ese agua siete días si y siete, no. La sugerencia se convirtió en una orden para mí. Después de la escuela y de comer algo, sin decir nada a mis amigos, caminaba a Coronel Suárez.

Me sentía tan triste en aquella soledad de siesta, acompañado por dos o tres famélicos perros que transitaban conmigo la polvorienta rita sin asfalto que iba derecho a la ciudad. En aquellas calles de Coronel Suárez encontraría una tortuga. Si era verde, mejor, habían dicho. Yo quería encontrar una bien grande, para que mi mamá se curara pronto. Ese remedio era infalible, decían, y cómo no creerles si yo veía con mis propios ojos como algunas de esas vecinas curaban un cuello torcido por un golpe de aire con carboncitos en una taza de agua, o el ojeo con gotitas de aceite en un plato o para que no vinieran las gitanas se confabulaban con risitas y ponían una escoba tras la puerta.
Al segundo día de búsqueda, no más, encontré una tortuguita verde. Verde. Increíblemente verde. Y grande, grande como mi mano. Qué alegría. Le miré los ojitos infinitamente tristes y con cortinitas que bajaban y subían. Qué tristeza. La compré y llegué a mi casa corriendo y convencido de no más fatigas, no más asfixias, no más dolores y quejidos, no más sufrimiento, mamá querida.

Mi madre tenía en su falda, como siempre, una prenda que cosía. Estaba con dos vecinas, una cosía también; la otra, de pie, cebaba mate. Entré y con aires de triunfo, coloqué la tortuguita, patas arriba, sobre una revista Para Ti.

No dije nada, me di vuelta y oí con el último y sonoro chupón al mate las palabras que flotaban en esos días amenazantes y contundentes: “Ahora tenés que matarla”. Fue un cascotazo en la nuca. Era la hora de la telenovela. Esa misma tarde, al caer el sol, ya estaba subiendo el brebaje al techo. Tres días seguidos hice lo mismo. Y comenzó la toma. Siete días sí, siete días no. Siete sí y siete no. Siete sí y siete no.
Fue inútil. Pasaban semanas enteras y parecía, parecía, que los ataques habían cesado. Pero no. Sin embargo, resistió con resignación esos y otros embates, aún sigo preguntándome cómo hizo para criarnos y amarnos más allá de sus fuerzas.
Y siguió cosiendo sisas y ruedos y escotes y un eterno luto en su batón. Y lavaba, planchaba, cocinaba, y hacía, hacía, hacía… Despaciosamente, mansamente. Mis hermanas, adolescentes ya, le ayudaban en todo.

Y no era el asma, ni el viento norte. Era otra cosa. Pero ya es tarde para remediar ni para explicar nada. Mi madre murió hace años.

Perdón que te maté, tortuguita. Pero yo amé tanto a Doña Carmen, la modista, mi amada madre.

 

(Basado en un relato de José Ali)

Página 18: Fotografías de Pueblo San José

Fiesta de casamiento de los esposos Victoria Kraser y Atilio Duckardt. Los acompañan Josefa Duckardt, Estela Duckardt y Juana Duckardt

Federico Hubert, Florencia Hubert, Juan Pablo Hubert, Luciana Pagliero, Sofía Pagliero y Matías Pagliero

Celebración del cumpleaños de Eloísa Gotte. La acompañan en tan feliz momento: Luján Gotte, Rocío Gotte, Cristian Gotte, Mara Mendoza, Mariana Meier, Nadia Melchior, Guadalupe Walter, Irene Meier, Sara Rolhaiser, Marina Gottfriedt, María Schiebelbein, Gisela Weinbender, Andrea Gotte, Pablo Gotte, Marcos Gotte, Leonel Gotte y Javier Stroman

Año 1955. Matrimonio integrado por los esposos María Schwindt y Juan Laumann, junto a sus hijos: Ricardo, Juan, Isidoro, Emilio, Celina, Nora, Albino, Lidia, Luisa, Horacio, Catalina y José

Página 19: ¿Tengo cara de suegra?

Página 19: ¿Tengo cara de suegra?

 

Ascenso en la escala del parentesco.

 

¿Tengo cara de suegra?

 

El sonido del timbre me sobresalta. Me había sentado en mi dormitorio para dedicar un pequeño espacio de tiempo a la relajación y a la búsqueda del silencio. Es algo que me ayuda y me hace sentir bien. Pero… ¡Siempre sucede lo mismo! Apenas han pasado unos minutos desde que me he acomodado en la cama y ya estoy dando cabezadas. Y no sólo eso: siempre suena el timbre.

Me asomo a la ventana.

-“¿Quién es?”-preguntó.

Es un joven rubio, delgado. Lleva un traje oscuro y un ligero maletín. Tiene todo el aspecto de ser uno de los ya clásicos vendedores de libros o Testigos de Jehová que  pululan por las colonias en busca de nuevos fieles.

-¿Puedo conversar con usted un momento?-me dice tímido y respetuoso.

Vamos a ver qué quiere este tipo, pienso.

Abro la puerta de calle para conversar y enseguida me comienza a hablar de Dios. Abre una Biblia y empieza a leer de ella y a explicarme lo que leyó, como si fuera una ignorante de la palabra de Dios.

-Este se olvida que las colonias son pueblos católicos –me digo a mí misma.

Lo miro fijamente y queda desconcertado.

-Supongo que usted será la suegra… -comenta tartamudeando.

-¿Así que tengo cara de suegra? –le pregunto.

Hasta ahora, las suegras eran siempre otras, no yo.

-No… Bueno…. O será la tía de los que viven aquí…

Se atraganta. Balbucea. Toma aire.

-Bueno, lo que quiero decir es que en esta casa vive un matrimonio joven con hijos pequeños. ¿No es verdad?

-Pues…no –le contesto ahora sí ofendida de verdad-. Aquí vive un matrimonio, pero no joven, ni con niños.

-Es que… -se atraganta- me han dicho que vivían aquí.

-Viven ahí. En la casa de al lado.

-Perdone ¿eh? –se disculpa con la cara roja como un tomate.

-Que le haya dicho que es la suegra no quiere decir que tenga que ser usted mayor –vuelve a disculparse-. Hay suegras muy jóvenes -dice mirándome con gesto conciliador.

-La verdad es que yo ya podría ser suegra, y casi abuela” –le digo mientras se me escapa una ruidosa carcajada.

-Adiós –se despide nervioso y sin saber cómo salir corriendo-. Y perdone. Dios sabe lo que hace. Por algo habrá generado este encuentro…

Lo atajo antes que continúe con su sanata.

Ahora soy yo la que se disculpa y le digo que tengo mucha ropa para lavar. Y cierro la puerta, mientras con una amplia sonrisa en los labios, reflexiono sobre mi inesperado ascenso en la escala del parentesco.

Las brujas no existen pero nosotros hacemos que existan

 

El destino

La anciana tiró las cartas de tarot sobre la mesa, las observó leyendo con atención mi futuro, y me dijo que mi vida cambiaría de forma radical. Pero no me dijo en qué consistiría ese cambio.

Viendo que el tiempo pasaba y todo seguía igual, me divorcié de mi marido, aunque en realidad lo quería; me mudé de colonia, aunque mi colonia, me gustaba; y me busqué un trabajo totalmente distinto al que tenía, aunque la verdad es que el trabajo me daba mucha satisfacción.

Ahora, cuando veo mi vida tan cambiada, echo de menos a mi marido, a mi colonia y a mi trabajo, pero he llegado a la conclusión de que “qué le voy a hacer, si ese era mi destino”.

 

 (Basado en un relato de Reyes Adorna)

Página 20: ¡No quiero jubilarme!

Página 20: ¡No quiero jubilarme!

 

La cuenta regresiva

 

¡No quiero jubilarme!

 

Esta es la historia de una abuela de las colonias que vivió cuarenta años dedicada al trabajo, y que, de la noche a la mañana, se da cuenta que con el próximo cumpleaños llegará también el momento de jubilarse. Confundida  reflexiona sobre la nueva vida que le espera y que, por fin, tendrá tiempo libre para dedicarse a sí misma, para hacer lo que siempre deseo: viajar, pasear, visitar a sus nietos, en una palabra vivir la vida. Lamentablemente para ella, descubre que ese tiempo libre es sólo una quimera, porque finalmente se dará cuenta que lo que le espera, como ‘buena esposa alemana’, es dedicarse a su marido, tan o más grande que ella, hasta el fin de sus días.

 

Un día como hoy, dentro de un mes, será mi cumpleaños. No será un cumpleaños cualquiera. En realidad, ninguno lo es, ya que el mero hecho de poder llegar, cuando todo en la vida es tan incierto, los convierte en algo digno de celebración. Cumpliré sesenta años. A la impresión que produce un cambio de año –más éste, porque sabes a ciencia cierta que de la copa de la vida ya hace tiempo que apuraste la mitad– hay que añadir la circunstancia de mi jubilación anticipada. Cuando se acabe septiembre, terminará también mi vida laboral; una vida laboral de cuarenta años. Y en esta tesitura, uno no puede por menos que echar la vista atrás y hacer balance. Son éstos unos días de reflexión que te permiten ir anotando en las casillas del debe y del haber, aunque seas consciente de que nada ya puedes hacer para borrar esas partidas que te pesan.

Cuando yo era más joven y algún conocido llegaba a la jubilación, sentía una especie de envidia al imaginar cuántas cosas pendientes podría hacer si me encontrase en su lugar; aunque no por eso dejara de caer en la cuenta de que este aumento espectacular de tiempo libre vendría seguramente acompañado de úlceras de estómago, cefaleas, problemas de riñón o de hígado, y un largo etcétera, que van apareciendo día a día, como lo hace la lluvia en otoño. Y el tiempo pasa veloz, sin detenerse. La vida, como un tren de incierto recorrido, conduce inexorablemente a la vejez; a no ser que en el camino el viajero sufra un accidente inesperado, o que él mismo, aburrido del viaje, se arroje a la cuneta en marcha. No es ése mi caso. Y aquí estoy. Con la jubilación a la vuelta de la esquina.

No era así como la había imaginado. Mis circunstancias familiares no me permitirán realizar algunas cosas que relegué para este tiempo. Pasar una temporada junto al mar, huyendo de los rigores del invierno; visitar todos esos lugares hermosos de mi país que desconozco; volverme peregrina en el camino de Luján, un sueño que me acompaña desde mi juventud…Tengo un esposo que cada día depende más de mi amor y mis cuidados. Viviré para él. Seré esposa, madre, amiga, enfermera… Seré sus manos y sus pies. Apoyo en sus momentos de miedo y de dolor. ¡Espero tener fuerzas! Y disfrutaré, sorbo a sorbo, de los pequeños gozos que nos brinda la vida: el amor de mis seres queridos, la amistad, los libros, la música, la naturaleza… Todo aquello que se encuentra a nuestro alcance sin necesidad de recorrer grandes distancias para disfrutarlo. Basta con abrir los ojos cada mañana y mirar a tu alrededor. Y luego, al final de cada día, daré gracias. Y nada más. Así hasta el final de mis días.

Página 21

 

Coronel Suárez, 10 de Agosto de 2009

 

 

Sr. Julio César Melchior

Santa María

Cnel. Suárez

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De mi mayor consideración:

                                               Estimado Julio, quería en principio agradecerte me convoques para participar de tu medio escrito, es para mi motivo de orgullo y satisfacción poder hacerlo. Sé que el motivo de la propuesta era desarrollar otro tema, pero debo decirte que este mensaje me pareció sumamente constructivo y tu medio ha rescatado en otras oportunidades estas narraciones, por ello te pido aceptes compartir esto con tus lectores.-

                                               Agradezco nuevamente tu consideración y me despido muy atentamente.-

 

 

 

Guillermo C. Sol

Concejal

U.C.R.

 

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¡Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído! (Jorge Luis Borges, 1969)

 

Envejecer es obligatorio, madurar es opcional

 

El primer día de clase en la Universidad, nuestro profesor se presentó a los alumnos y nos desafió a que nos presentásemos a alguien que no conociésemos todavía.

Me quedé de pie para mirar alrededor cuando una mano suave tocó mi hombro. Miré para atrás y vi una pequeña señora, viejita y arrugada, sonriéndome radiante, con una sonrisa que iluminaba todo su ser.

Dijo: -Eh, muchacho... Mi nombre es Rosa. Tengo ochenta y siete años de edad ¿Puedo darte un abrazo?

Me reí y respondí: 

-¡Claro que puede!

Y ella me dio un gigantesco apretón.

-¿Por qué está Ud. en la Facultad en tan tierna e inocente edad? -pregunté.

Respondió juguetona:

-Estoy aquí para encontrar un marido rico, casarme, tener un montón de hijos y entonces jubilarme y viajar.

-Está bromeando -le dije. Yo estaba curioso por saber qué la había motivado a entrar en este desafío con su edad; y ella dijo: -

-Siempre soñé con tener estudios universitarios, y ahora estoy teniendo uno!

Después de clase caminamos hasta el edificio de la Unión de Estudiantes y compartimos una malteada de chocolate.

Nos hicimos amigos instantáneamente. Todos los días en los siguientes tres meses teníamos clase juntos y hablábamos sin parar. Yo quedaba siempre extasiado oyendo a aquella “máquina del tiempo” compartir su experiencia y sabiduría conmigo.

En el curso de un año, Rosa se volvió un icono en el campus universitario y hacía amigos fácilmente dondequiera que iba. Adoraba vestirse bien, y se reflejaba en la atención que le daban los otros estudiantes... Estaba disfrutando la vida...

Al fin del semestre invitamos a Rosa a hablar en nuestro banquete  del equipo de fútbol. Fue presentada y se aproximó al podium. Cuando comenzó a leer su charla preparada, dejó caer tres de las cinco hojas al suelo.

Frustrada, tomó el micrófono y dijo simplemente:

-Discúlpenme, ¡estoy tan nerviosa! Nunca conseguiré colocar mis papeles en orden de nuevo, así que déjenme hablar a Uds. sobre aquello que sé.

Mientras reíamos, ella despejó su garganta y comenzó:

- No dejamos de jugar porque envejecemos; envejecemos porque  dejamos de jugar. Existen solamente tres secretos para que continuemos jóvenes,  felices y obteniendo éxito: Se necesita reír y encontrar humor en cada día. Se necesita tener un sueño, pues cuando éstos se pierden,  uno muere. ¡Hay tantas personas caminando por ahí que están muertas y ni  siquiera lo sospechan! Se necesita conocer la diferencia entre envejecer y crecer... Si usted tiene diecinueve años de edad y se  queda tirado en la cama por un año entero sin hacer nada productivo, terminará con veinte años... Si yo tengo ochenta y siete años y me quedo en la cama por un año y  no hago cosa alguna, quedaré con ochenta y ocho años... Cualquiera consigue quedar más viejo. Eso no exige talento ni  habilidad. La idea es crecer a través de la vida y encontrar siempre oportunidad en la novedad. Los viejos generalmente no se arrepienten por aquello que hicieron, sino por aquellas cosas que dejaron de hacer. Las únicas personas que tienen miedo de la muerte son aquellas que tienen remordimientos.

Al fin de ese año, Rosa terminó el último periodo de la facultad que comenzó tantos años atrás. Una semana después de recibirse, Rosa murió tranquilamente durante el sueño.

Más de dos mil alumnos de la facultad fuimos a su funeral en tributo a la maravillosa mujer que enseñó, a través del ejemplo, que “nunca es demasiado tarde para ser todo aquello que uno puede probablemente ser”.

 'ENVEJECER ES OBLIGATORIO, MADURAR ES OPCIONAL'

Si alguna vez no te dan la sonrisa esperada, sé generoso y da la tuya, porque nadie tiene tanta necesidad de una sonrisa como aquel que no sabe sonreír.

Página 22

Escribo desde un hogar de ancianos de la Capital Federal…

Buscando consuelo a tanta orfandad

 

Colaboración

de Raúl Schmidt

 

El mundo está en las manos de aquellos que tienen el coraje de soñar y correr el riesgo de vivir sus sueños.

 

Sí, es verdad, “el mundo está en las manos de aquellos que tienen el coraje de soñar y correr el riesgo de vivir sus sueños”. Yo tuve el coraje de soñar y también tomé el riesgo de vivir mis sueños. Pero… ¿Cuánto tuve que entregar a cambio de verlos cumplidos? Tantas pero tantas cosas.

Hoy recuerdo el lugar que un día fue mi hogar, allá lejos en las colonias de Coronel Suárez. Tan distante e inaccesible. Tan lejano en este tiempo sombrío y triste que me rodea a diario. Apenas sobrevivo aferrado a mis recuerdos remotos, que llenan de melancolía mi alma solitaria en esta casa vacía y muerta, aquí en la Capital Federal. Anhelando, ya sin razón ni esperanza, volver algún a recorrer las calles del pueblo en el que nací y revivir los momentos que viví en mi niñez. Todos aquellos momentos que hoy sólo forman una sola cosa gomosa amasada entre lágrimas de dolor y felicidad.

Nunca pude olvidar aquel día en que me alejé de mi hogar, en 1951, para seguir una vida llena de recuerdos.

Siento en esta hora de la vejez breves instantes de alegría y recuerdo los rostros de personas inolvidables talladas en las paredes de mi alma. Personas sabias que me enseñaron a vivir y a las que nunca volví a ver jamás.

Fragmentos de ayeres que no regresarán I

Juana Duckardt, Josefa Duckardt, Rosa Dreser, Bárbara Meder y Estela Duckardt

Celebración del cumpleaños de Carolina Bineder. Compartieron tan feliz acontecimiento: Ester Bineder, Bruno Bineder, Apolonia Safenreiter, Delia Maier, Benito Wesner, Ricardo Laumann, Paulina Safenreiter, Rosa Bineder, Aníbal y Javier Wesner

Página 23

Un hombre solitario

Don Luis y su fiel amigo

 

La única tarea de aquel hombre era todos los días levantarse y pensar, sentado allí... en la silla petisa. Todos los días era lo mismo. Siempre era igual. Calentaba agua para su mate matinal, y en la silla se sentaba una y otra vez. Pensaba... quizá en la tristeza, quizá en la vida... sólo pensaba. Esto hacía.

No había cosa alguna que le motivara, todo era un suceso de hechos que, de alguna u otra manera, sucedían. Eso era lo que pasaba, esa era su manera de ver la vida. Nunca sintió el deseo de que alguien llamara a su puerta, en el rancho de madera vieja. Ocurrió así un día, de los tantos por los que había pasado.

Abrió la puerta, dudó, pero logró hacerlo.

-¿Cómo anda don Luis? ¿Qué se cuenta? –preguntó José.

-Nada nuevo… -contestó el hombre con voz débil.

-Bueno… ¡Mire! Le vengo a traer este perro abandonado, lo encontré ayer en la puerta de mi casa… Yo no puedo cuidar de él. ¿Puede usted hacerlo, don Luis?

El anciano no había esperado esto. No dudó en tenerlo, decidió cuidar de aquel perro de pelaje negro oscuro y ojos color ámbar.

Tendió su mano para saludar a José y enseguida cerró la puerta de la casa.

Miró al perro detenidamente. Don Luis sintió que algo en común tenía con aquel ser abandonado.

No sabía que era. El hombre se vio reflejado en aquel perro de calle nomás; tanto, que sintió el fulgurante deseo de cuidar de ese animal.

En años don Luis no había conseguido sonreír, aquella tarde si lo había hecho... todo por un viejo perro vagabundo.

Meses, habían pasado desde aquella tarde lejana. Don Luis, el hombre, se encontraba ahora tendido en una cama. Parecía que la muerte se le avecinaba.

Se volteó hacia su perro, su fiel amigo, se detuvo en la mirada. Por unos segundos creyó sentir que aquella criatura había caído como un ángel del cielo... Lo acarició y le dijo al oído en voz silenciosa una frase que hacía tiempo no decía: TE QUIERO. El hombre recordó ciertos momentos de su triste vida.

Se dio cuenta de un detalle: Aquel perro, que presenciaba los últimos momentos de su vida, había sido su único amigo, su única esperanza de vida.

Luego, cesó de respirar.

(Basado en un relato de Germán Garcés)

Historia de la época en que la gente rezaba todos los días

El hombre de la fuente

 

Un hombre, sentado en la fuente de agua, fuma un cigarro. Mira a través del humo del cigarrillo, con una mirada crítica. Experimenta una paz extraña. Hace calor y la leve brisa del atardecer invernal invita al reposo. Es la hora en que todo empieza a cambiar, a prepararse para la noche. El cielo gira hacia el color lila, hacia el gris.

Al frente, la iglesia del pueblo sirve refugio para los feligreses que van a misa en los fríos días del invierno y de lugar de reunión en los largos días del verano. Su vieja torre parece vigilar a las gentes. Unas grietas, a modo de arrugas,  recorren su espalda. En sus entrañas hacen sus nidos los loros que lanzan al aire sus estridentes chillidos. En lo más alto tienen su vivienda las palomas que cuidan solícitas de sus polluelos. 

Llegan a su mente evocaciones de otros tiempos. El paso de los años parece haber retorcido y arrugado los recuerdos. La iglesia no parece la misma, está más solitaria, más triste. Ya no se oye el jolgorio de los chiquillos que salían en tropel, ni el murmullo de los corillos de jovencitas. Ya no se ven aquellos hombres embutidos en sus trajes oscuros. Ya no se ven las mujeres, envueltas en sus mantones y vestidos negros de penas.  Eran los años de pueblo nuevo. De gente que reza todos los días a sus muertos y piensa en el futuro.