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hilando recuerdos

Edición Nº32 (Abril 2009)

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Carta de amor que un abuelo de las colonias le escribió a su amor imposible

 La despedida

 

Este será para mí el día más triste de mi vida. Tener que separarme de ti será el motivo de mi nostalgia… pero hemos de decirnos adiós, porque lo nuestro no debe continuar. Este será el día más doloroso después de tu partida, porque con ella te llevarás la mitad de mi corazón y de mi vida. Será el día más largo de mi existencia, puesto que en las horas restantes mi mente se dedicará a recordarte sucesivamente y mi boca a pronunciar tu nombre. Y lo harán en cada hora, en cada segundo de cada día.
            Serán mis primeros días oscuros, porque la luz de tu sonrisa se alejará de mí. Mis ojos brillarán con melancolía, ansiosos de ver tu rostro hermoso.

Mi voz gritará con inalcanzable cansancio tu nombre. Pediré a fuertes voces tu presencia, tu mirada. Sé que lloraré por indefinidos momentos. Y le diré a los roces de mi almohada lo mucho que te extraño y cuanto te amo. Pero ni ella y mucho menos tú me podrán escuchar, ni responder. Me quedaré ahogándome en mi llanto y tú no podrás estar ahí para consolar mi pena.

¿Por qué tenemos que decirnos adiós? ¿Por qué las cosas con un principio tienen un final? ¿Por qué cuando uno ama no se le puede amar? No lo sé y tal vez no lo sabré jamás. Lo único que puedo asegurarte, mi amor, es que hoy, precisamente hoy, será el día más triste, largo y doloroso de mi vida y que, a pesar de todo, lo más hermoso es que siempre te amaré.

 Historia real acontecida en las colonias de antaño, contada a partir de un relato de Neyra Castillón.

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Desde el alma III

 Dime cómo te olvido

 Por Angel R. Anaya Puerta

 ¿Cómo te olvido mi amor, cómo te olvido,
si tu aroma en mi piel quedó impregnado?
¿Cómo te olvido, si aún estoy enamorado?
¿Cómo te olvido mi amor si solo estoy en
nuestro nido?

Tu recuerdo es como mi sombra.
Las huellas de los años, que triste se van.
Los amores que por mi camino se cruzaron
ya sus labios ni siquiera me nombran.

Hoy que ya nada me asombra,
de las penas y errores del pasado,
hoy ya no soy ese loco enamorado.
¿Cómo te olvido mi amor
si tus recuerdos todavía están en mi memoria?

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“Con gusto regresaría a mi niñez para volver a compartir mis días con mi abuelito querido”.

“Te quiero abuelito… hoy y siempre

 

“Mi abuelo Eugenio –cuenta a Periódico cultural Hilando recuerdos Esteban Denk- fue uno de los seres que más cariño y amor me han dado en mi vida. También éramos cómplices de travesuras. Recuerdo que mi papá siempre fue muy estricto y me castigaba porque yo, la verdad sea dicha, me portaba bastante mal cuando chico. Hacía travesuras como cualquier niño, pero con la mala suerte que mi papá se enteraba y me castigaba. Me dejaba en un cuartito de la casa para que pensara en lo que había hecho (esto era parte del castigo) y mi abuelo entraba a escondidas a acompañarme. En otras ocasiones cuando me peleaba con algún niño, el abuelo hacía como que me regañaba y nos moríamos de la risa cuando la mamá del niño se retiraba, convencida que me castigarían”.

 

“Fueron tantos los momentos bellos que pasamos juntos” –continúa evocando Esteban Denk, que ahora vive lejos de las colonias y regresa cada tanto a reencontrarse con sus antiguos recuerdos y visitar la redacción del Periódico-. “Él siempre procurando que yo estuviera bien. Otra anécdota que nunca olvidaré fue un día jueves que iba yo de camino al colegio de las monjas con mi brillante guardapolvo blanco y que pasa un carro y me salpica de lodo y agua. Casi me da un ataque porque no podía llegar así al colegio. Me regresé corriendo y llorando a mi casa y mi abuelo me calmó y me dio un té para que me entretuviera (de mi abuelo viene mi adicción al té) mientras me lavaba y planchaba el guardapolvo. Lo hizo en tiempo récord y me llevó al colegio a explicarle a la directora el porque de mi retraso. Mi abuelo era así, se dedicó a mi desde que nací y me dejó un vacío enorme el día que se fue.

“Ese día era el día después de mi cumpleaños y el día anterior habíamos comido torta de chocolate y la habíamos pasado muy bien. Al día siguiente, cuando regresé del colegio, lo iba a ir a saludar y mi mamá me llevó a mi cuarto a explicarme que mi adorado abuelo ya no estaba. Fue el día más triste de mi vida. Desde entonces lo llevo dentro de mi corazón y siempre el día después de mi cumpleaños es un tanto triste al recordar que ese día perdí a mi ángel. A 27 años de su fallecimiento lo recuerdo con amor, tristeza, cariño y alegría…una combinación de sentimientos que me causa esta fecha”.

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Desde el alma IV

 

A ti abuelo

 Colaboración de Eugenia Walter

 A ti, abuelo,
que me abrazaste con espacios
y sabias palabras.

A ti, en estos momentos que vives
lleno de dudas y miedos…
Ahora, que recorres con la memoria,
todos tus momentos, de los que yo,
soy solo un fragmento.

A ti, abuelo, que nos enseñaste
a valorar el poco,
y a despreciar el mucho.
Que cumpliste con tu ejemplo,
y supiste cristalizar tus sueños
en roca y vidrio.

En este momento,
cercano a tu silencio
Solo quiero decirte:
a
buelo, te quiero.

 

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“Tuve una relación preciosa con mi abuela materna”.

“Gracias a mi abuela soy lo que soy”

 

Tuve una relación preciosa con mi abuela materna, ella fue y será la mejor persona que tuve a mi lado, a quien le debo lo que soy y lo que no soy, la que me guió y me enseñó a caminar este hermoso camino de la vida. Gracias a Dios la tuve siempre a mi lado durante la infancia. Porque cuando se fue ya era una adulta. También doy gracias de que al menos una de mis hijas la haya disfrutado un poco” –confiesa emocionada a Periódico Cultural Hilando recuerdos María Margarita Detzel, oriunda de las colonias y, según dice, actual ciudadana de Bahía Blanca.

“Algo que me entristece es que mis hijas hayan perdido a dos de sus abuelos siendo tan pequeñas” –reflexiona con lágrimas en los ojos. “Ellos no pudieron disfrutarlos todo lo que yo hubiese querido, pero lo que si sé, es que a pesar de lo poco que estuvieron con ellas, siempre van a llevar grabados en sus corazones los nombres de ellos. Mis suegros, fueron para mis hijas los mejores abuelos del mundo. Ellos vivían para y por ellas. Se desarmaban con una sonrisa y más con una lágrima. Fueron ellas las únicas que pudieron subirse a la cama con zapatos y saltar, saltar y saltar, animadas por los cantos de esos abuelos fabulosos” –agrega con nostalgia y cierto matiz de melancolía.

“Cada día que pasa y veo a mi hijas tan grandes, tan hermosas y tan sanas, pienso qué orgullosos deben estar esos abuelos de estas nietas tan hermosas que tienen y cuánto me ayudan desde allá arriba para que las cosas sean así”, concluye María Margarita Detzel desbordada de un llanto silencioso que no logra contener ni disimular. Su nostalgia y amor es más fuerte...

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Pueblo San José

 Capítulo XCIII

 

Rosa Graff, Enrique Keller, Orlando Dome, Elvira Heiland, Arturo García y Nilda Graff (Gentileza de Claudia Dome).

 

Celebración de los 15 años de María Schechtel. La acompañaron Bernardo Schechtel, Aurelia Sanfereiter y Juan José Berger (Gentileza de María Elvira Schechtel).

 

Recuerdo del casamiento de los esposos María Elena Schechtel y Oscar Daniel Ullúa (Gentileza de María Elvira Schechtel).

 

Año 1957. Enlace matrimonial de los esposos Rosalía Gaab y Alberto Chazarreta (Gentileza de Rosalía Gaab).

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Confesiones del abuelo

La hija del dueño del almacén de ramos generales

Por Desiderio Walter

“La primera vez que vi su hermoso cabello dorado como el sol” –me revela el abuelo en secreto-, “fue como sentir una suave brisa de verano que acariciaba mi rostro y llenaba mi alma de paz y tranquilidad. En medio de las personas de la colonia, se destacaba con su característico encanto y sus ojos claros que miraban el mundo a través de los cristales de sus pequeños anteojos. Había llegado de Buenos Aires. Era la hija del dueño de la casa de Ramos Generales. Y eso significaba estar enamorado de alguien que para mi resultaba inalcanzable. Sin embargo, no podía dejar de estar embelezado y pletórico de amor. Pensaba y soñaba con ella, las veinticuatro horas del día. No tenía en cuenta que yo era un simple peón rural sin estudios y sin carrera profesional y ella una muchacha rica, con modales educados, hablar lindo y dulce y una cabeza llena de conocimientos que yo desconocía”.

“Fue amor a primera vista, sí, de esos que te duran para siempre aunque no sean correspondidos” –me sigue contando el abuelo-. “Me enamoré de su forma tan particular de sonreír y de las miles de muecas que hacía con su rostro. Me enamoré de su piel blanca y suave, de su ropa casual y alegre, de su forma de bailar polkas un poco torpe y de la manera en que sutilmente probaba las dulzuras que le llevaba el hombre que estaba con ella”.

“Admito –reconoce, sin embargo, el abuelo, que no pudo olvidar ese lejano amor de juventud- “que durante todo el tiempo que estuve sentado frente a su mesa, en el baile del club, no pude dejar de mirarla. Me atrapó, me hechizó, me volvió una persona que sólo podía vivir para ella, para sus risas, para sus pocas palabras, para su talento natural de encantar, para estar pendiente única y exclusivamente de sus movimientos.

“Ella no se percató de mi existencia” –revela el abuela con tristeza- “salvo por unos escasos cuarenta segundos en los que tímidamente caminó hacia mí y terminó de alegrar mi noche con esos ojos enormes, con ese andar travieso y esos cachetes grandes como me gustan. Después de eso, tuve que irme del baile y de la colonia, al igual que ella regresó a su vida de mujer rica. Pero jamás olvidé a esa niña hermosa, al angelito más hermoso que he visto, a la mujer que esa noche se robó mi corazón; me lo cambió por sonrisas y miradas de esas que pueden enternecer hasta al más duro de los seres humanos.

“Estoy seguro que ella jamás me recordó pero yo cuando me casé y tuve un bebé, la recordé a ella, y vi en mi hijo su aura maravillosa, y ese no se qué en todo su cuerpo, esa capacidad de robarle a cualquiera su corazón”.

 

Desde el alma VI

                                                                    Poema del secreto

                                                                                                                             Por José Ángel Buesa

Puedo tocar tu mano sin que tiemble la mía,
y no volver el rostro para verte pasar.
Puedo apretar mis labios un día y otro día...
y no puedo olvidar.

Puedo mirar tus ojos y hablar frívolamente,
casi aburridamente, sobre un tema vulgar,
puedo decir tu nombre con voz indiferente...
y no puedo olvidar.

Puedo estar a tu lado como si no estuviera,
y encontrarte cien veces, así como al azar...
puedo verte con otro, sin suspirar siquiera,
y no puedo olvidar.

Ya vez: Tu no sospechas este secreto amargo,
más amargo y profundo que el secreto del mar...
porque puedo dejarte de amar, y sin embargo...
no te puedo olvidar!

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La casa de mis abuelos

“¡Qué bien olía la casa de mis abuelos

cuando se horneaba pan casero!”

 

“La casa de mis abuelos, Juan y Rosa, fue mi primer hogar” –evoca a Periódico Cultural Hilando recuerdos Berta S., que prefiere guardar en el anonimato de su apellido-. “Por lo menos es el primer hogar que yo recuerdo. Nací en las colonias en 1945” –confiesa-. “Mis padres, como la mayoría de la gente de aquella época, se fueron para labrarse un porvenir y un futuro mejor, y me dejaron con mis abuelos, que más que abuelos fueron mis segundos padres” –sostiene con una sonrisa plena de felicidad-. “Y regresaron a buscarme cuando ya había cumplido diez. Fue el día más feliz y más triste de mi vida: el reencuentro con mis padres y la despedida de mis abuelos y las colonias para mudarme a la Capital Federal”.

 

“Mis abuelos vivían en una casa grande pero muy humilde que estaba sobre la calle ancha” –cuenta Berta S. sin precisar en cuál de las tres colonias. Son muchos los secretos que desea guardar-. “Sus paredes de ladrillo habían sido testigos de muchas vidas durante muchos años, más de un siglo quizás, hasta que alguien decidió reformarla por completo hace apenas unos años. Paredes fuertes que habían aguantado muchas inclemencias del tiempo y en la que yo me sentía segura con mi gente, con mi familia. Tras la gran puerta de madera, se encontraba la enorme cocina, con sus aromas a comidas tradicionales. Muy acogedora. Tenía el suelo de tierra prensada, con irregularidades, y las paredes pintadas de blanco con cal y ahumadas por el humo de la chimenea. Era el lugar de reunión de toda la familia y no éramos pocos: mis abuelos, mis tías, mis tíos, y por supuesto yo.

“Teníamos una cocina a leña y una alacena de madera, fabricada por mi abuelo. Arriba tenía dos puertas de cristal opaco y con marcos de madera y era donde se colocaban los platos, vasos, fuentes, aceite, vinagre, sobras de comida, se colgaban las llaves, se metían documentos más o menos importantes. En el medio, tenía un hueco a la vista, donde estaba la típica radio de la época tapada con su trapito hecho a medida. Después tenía una fila de cajones, creo recordar que eran cinco cajones: uno para los enseres más pequeños tipo cucharas, tenedores y cuchillos. Otro para los cucharones, espumaderas, piedra de afilar... Y el resto contenía cosas de poca utilidad pero que se iban guardando por si un día hacían falta. Y por último abajo, tenía dos puertas como arriba, pero de madera donde guardaban, sartenes y ollas con grasa para cocinar” –relata Berta S. cómodamente sentada en la redacción de Periódico Cultural Hilando recuerdos.

“Al lado derecho de la alacena estaba una gran ventana con postigos de madera que se cerraban cuando venía la noche. La ventana era de dos hojas y en cada hoja tenía cuatro cristales y recuerdo perfectamente que el de más arriba y al lado derecho estaba siempre roto, le faltaba un trozo. Supongo que sería una forma de ventilar. Hoy en día esa ventilación se hace a través de rejillas. Debajo de la ventana estaba el fregadero, un lujo increíble para una familia de aquellos años. Era de cemento, con un sólo grifo de agua fría (casi helada en invierno) y un agujero que llevaba el agua sucia hacia el pozo ciego. Debajo del grifo se colocaba una batea de losa por si goteaba, cosa que sucedía casi siempre. La última batea que tuvimos era blanca con flores azules. En ella íbamos echando los platos, vasos, tenedores, para lavarlos después de las comidas. A cada lado de la batea teníamos un espacio para ir escurriendo las cosas. Al lado izquierdo las cosas pequeñas: platos, vasos… y al lado derecho ollas y demás enseres. Debajo del fregadero estaba el balde donde se echaban los restos de las comidas: verduras y papas para los cerdos, huesos para el perro o el gato…

“Lo más grande que tenía la cocina era el banco de madera, mi sitio favorito. Un lugar donde mi abuelo se echaba todos los días una siesta y después otros bancos más pequeños que se utilizaban también para sentarse a la mesa a comer. Mi abuelo me había hecho uno especial para mí, pequeñito como yo”, -expresa en un susurro que se parece al llanto. Más aún cuando agrega que pudo volver a las colonias muy pocas veces. Primero el estudio, y luego el trabajo, no se lo permiteron. Y cuando pudo regresar habían pasado veinte años y los abuelos ya no estaban para recibirla.

“También estaba la pava inmensa sobre la cocina no menos inmensa donde se calentaba el agua para bañarse y asearse” –continúa contando a Periódico Cultural Hilando recuerdos-. “Nunca hubo otra manera de bañarse. Todos nos bañábamos por turnos y por días en una batea enorme al lado del fuego. Siempre me bañaba mi tía mientras mi abuela preparaba la cena. Después me metía en el regazo de mi abuelo y siempre me decía: "apreta, apreta, corazón de manteca".

“En la pared de enfrente estaba la boca del horno, donde se hacía el pan y las tortas alemanas. ¡Que bien olía la casa de mis abuelos cuando se horneaba pan casero!”

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Consejos prácticos de Doña María

El origen de los Maultasche

 

Un rico plato de Maulltasche es siempre un manjar para un descendiente de alemanes del Volga. Por eso es importante conocer su origen histórico.

 

Existen varias leyendas acerca del origen de este plato tradicional de los alemanes del Volga. Una de ellas dice que un monasterio cisterciense denominado Monasterio de Maulbronn (de aquí puede provenir Maultasche) que en la época de Cuaresma ocultaban la carne entre capas de pasta, dando origen al plato (bolsillos de Maul). Los monjes denominaban a este plato de forma coloquial Herrgottsbscheißerle" (engaño a Dios).

La segunda de las versiones explica que en las familias protestantes de Suabia era costumbre comer este plato en el Jueves Santo, pero sólo con hierbas.

La tercera, aunque poco creíble, es que este plato proviene de los ravioles, aunque también del plato chino denominado Jiaozi.

El origen del plato es humilde pero hoy en día es una comida muy apreciada no sólo entre los alemanes del Volga sino en algunas zonas de Alemania.

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Maultasche

Ingredientes:

1/2 kilo de harina

Una pizca de sal

4 huevos

Preparación:

Se colocan en un bol todos los ingredientes, se mezclan bien incorporando agua hasta obtener una masa que se pueda trabajar con el palote.

Relleno de ricota:

1/2 kilo de ricota

Un huevo

Crema y azúcar a gusto

Relleno de manzana:

Cinco manzanas

Crema y azúcar a gusto.

Preparación:

Se estira la masa, se pueden cortar cuadrados o discos, según el gusto de cada uno, rellenar y cerrar haciendo un "repulgue" para evitar que se abran. Hervirlos. Una vez cocidos se los escurre y se le puede poner encima trocitos de pan dorados previamente en aceite o una cebolla dorada en aceite.

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Leyendas alemanas

Berthold

 

El hijo del guardabosque de Tuttlingen, en la Selva Negra, volvía a una hora avanzada de la noche de una juerga en la que se había vaciado más botellas de lo razonable. El joven que se llamaba Berthold, atravesaba canturreando los prados inundados por los rayos de luna y los agradables bosques de abetos más oscuros.

De repente se detuvo bruscamente. Algo sobrenatural parecía clavarlo en el suelo. A pocos metros del camino se extendía una laguna llena de flores, cuyas orillas suavemente inclinadas se perdían entre las cañas. A dos pasos de la orilla, una joven encantadora, sumergida en el agua hasta la cintura, peinaba su larga cabellera.

Pero la impresión de Berthold fue mayor todavía cuando la joven, en vez de huir, le respondió con dulzura, sin mostrar el menor temor.

El joven volvió a ver a la muchacha al día siguiente y pronto nació entre los dos una profunda pasión.

Entonces la muchacha de las aguas hizo saber a su enamorado que se llamaba Evelina, que era de la raza de las ondinas y que para casarse con ella debería hacer una extraña promesa: la de no ir nunca con ella sobre el agua.

Berthold hizo la promesa y se consumó el matrimonio. Era una alegría verlos, y de la mañana a la noche, igual que de la noche a la mañana, las dos criaturas se amaban con tanto abandono y tanta naturalidad que los vecinos sentían deseos de imitarlos.

La llegada del invierno no cambió esta feliz armonía.

Una mañana Berthold dijo a su mujer:

-Luego saldrás conmigo; te he preparado una sorpresa.

Cuando llegaron a la laguna en la que Evelina se había aparecido por primera vez, el joven sacó de un paquete dos pares de patines y exclamó:

-¡Qué alegría esposa mía, te voy a enseñar a patinar!

Pero Evelina se puso pálida como la nieve.

-¡Tu promesa! ¡Olvidas tu promesa!- exclamó con una voz lamentable.

Berthold se echó a reír y levantando a su mujer en volandas, la depositó sobre el hielo.

Pero ¡ay! el hielo se rompió y, mientras Berthold se agarraba desesperado a los bloques de hielo, Evelina se sumergió y desapareció para siempre.

Han pasado dos años.

El tiempo ha secado las lágrimas del guardabosque.

Sus amigos le han hecho comprender que es demasiado joven para quedarse viudo.

Se ha vuelto a casar con una graciosa muchacha que no pide otra cosa que hacer feliz a un joven y apuesto muchacho.

Mientras los violines resuenan todavía a lo lejos, los dos recién casados han penetrado en la cámara nupcial.

De golpe, una sombra se yergue en medio de ellos y los separa. Es Evelina.
Al día siguiente, y al otro, y al otro... la misma escena se repite. Evelina aparece siempre para reclamar sus derechos.

La recién casada ha regresado a casa de su madre y Berthold está encerrado en una casa de salud, donde habla sin cesar de la bella ondina que vive en el fondo de la laguna.

Fábulas argentinas

La mariposa y las abejas

Por Godofredo Daireaux

De flor en flor iba la mariposa, luciendo sus mil colores, más linda que las mismas flores, más divina que un pétalo de rosa.

A cada paso, en sus revoloteos, encontraba a las abejas, atareadas siempre, siempre afanadas. Asimismo, como sabía dejarles el paso, saludándolas afablemente, las abejas le habían criado cariño, y de cuando en cuando se dignaban algunas de ellas conversar un rato con ella.

Así se enteró la mariposa de cómo las abejas edificaban su colmena, la proveían de todo lo necesario para el invierno, tenían sus depósitos llenos y hasta podían dedicarse a un negocio lucrativo de intercambio de productos con otros insectos.

Se le ofrecieron mucho, poniendo sus casas a su disposición, prometiéndole mil cosas, rogándole que las ocupara, sin cumplimiento.

La mariposa, llena de imaginación, se figuró que con semejante ayuda, podría también ella poner negocio. No había trabajado, hasta entonces, en recoger la miel, sino para su consumo personal; pero, como las abejas, sabía juntarla, y lo mismo que ellas, podría muy bien hacer fortuna.

Sólo le faltaba un poco de cera para empezar y algunos otros materiales para formar la colmena.

Fue a ver a sus amigas las abejas, a pedirles la cera.

Una, desde el umbral de su casa, le contestó que, justamente en este momento, acababa de disponer de la poca que tenía guardada, y que de veras sentía mucho no poderla favorecer.

La segunda entreabrió la puerta, y le dijo que todavía no tenía cera disponible; y la tercera, por la ventana, le gritó que recién al día siguiente la iba a tener.

Otra, con mucha franqueza, le contestó que, realmente, tenía, pero que la iba a necesitar y no se la podía prestar.

Y la mariposa volvió a sus flores, convencida de que de los mismos que se ofrecen, muchos han tenido, muchos tendrán, muchos van a tener, muchísimos tienen y se lo guardan, y que, si los hay, bien pocos deben ser los que tienen y dan.

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Cuentos inteligentes que legó el abuelo

La carreta vacía

La “Carreta vacía” es un texto que encontramos en una caja que el abuelo tenía guardada en un lugar secreto de su casa. Allí descubrimos, además de este bello relato, cartas de amor, recortes de diarios de memorables partidos de fútbol, revistas como las de editorial Columba, con sus clásicas El Tony, Intervalo, D’Artagnan… con sus personajes Nippur de Lagash, Mark, Hombres de Blanco, etc. etc. etc... y las infaltables Patoruzú, con la clásica Chacha, Isidoro, Upa y Patora haciendo de las suyas para conseguir un novio... Y por supuesto, algo que no podía faltar en tan insólita colección, una infinidad increíble de fotografías familiares. Pero he aquí lo prometido: un cuento para pensar y reflexionar:

Caminaba con mi padre, cuando se detuvo en una curva y, después de un pequeño silencio, me preguntó:

-¿Oyes algo más, que el cantar de los pájaros?

Agudicé mis oídos y algunos segundos después, le respondí:

-Sí, es el ruido de una carreta.

-Eso es, -me dijo. Es una carreta vacía.

Pregunté a mi abuelo:

-¿Cómo sabes que es una carreta vacía, si aún no la hemos visto?

Entonces, otra vez más, me mostró su sabiduría:

-Es muy fácil darse cuenta: Cuánto mas vacía está la carreta, mayor es el ruido que hace.

Me convertí en adulto y hasta hoy, cuando veo a una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de todos, siendo inoportuna o violenta, presumiendo de lo que tiene, sintiéndose prepotente y tratando con superioridad a los demás o a aquellos, que no pueden estar, sin el estímulo de parlantes, que impiden todo tipo de diálogo, tengo la impresión de oír la voz de mi padre diciendo:

-Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace. Y a la vez: Cuánto se regocija el corazón, cuando vemos pasar una carreta repleta de carga preciosa. Silenciosa... Plena.

 

Historias de frases famosas

Que lo arreglo Mongo Aurelio

Por Héctor Zimmerman

 Esta frase, que supone una brusca invitación a dejar que otros se hagan cargo de un problema, tiene un origen a la vez popular y muy culto.

Flash Gordon, protagonista de una conocida historieta, combatía constantemente contra Ming, emperador del planeta Mongo. Nuestro lunfardo conocía ya dos palabras que significan "nunca", "nada de nada", "a mí qué me importa". Una es Mongo, voz nada refinada que nos llegó del caló, la jerga andaluza. La otra es minga, de origen milanés y sentido similar. Aurelio se debe al emperador y filósofo romano Marco Aurelio (121-180). Lo singular de esta frase es que, a diferencia de muchos otros dichos, se sabe muy bien dónde nació y quiénes la inventaron: fue ocurrencia de dos estudiantes de Derecho, Ricardo Mosquera Eastman y Alfredo Rafael Melián, quienes un día de 1946, hartos de oír en clase la reiterada mención del filósofo, unieron el Derecho Romano con las emociones de la ficción. Al crear a Mongo Aurelio, añadieron un personaje más a la galería de fantasmas serviciales como Pinela (a quien continuamente le decimos "chau"), Magoya y Serrucho, siempre propicios para encogerse de hombros y endilgarles un engorro a los demás.

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Pueblo Santa María

 Capítulo XCIV

 

Delia Scheffer, Juan Carlos Berger y Jorge Gallinger (Gentileza de Delia Scheffer).

 

Celebración de los 80 años de Helena Gro. La acompañaron en tan feliz momento sus hijos Raúl, Hugo, María Helena y José Diel (Gentileza de Helena Groh).

 

Recuerdo de cuando María Claudia Melchior, actual productora y distribuidora de Periódico Cultural Hilando recuerdos, concurría al Jardín de Infantes de la Escuela Parroquial Santa María. En la imagen, saboreando unos ricos mates.

 

Celebración de la Primera Comunión de Cecilia Schroh. Junto a ellos están Juana Maier y Ángel Schroh (Gentileza de Mauro Schwindt).