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hilando recuerdos

Edición Nº30 (Febrero 2009)

Página 7

Anécdotas disparatadas que cuentan los abuelos en ruedas de amigos I

Para eso pagaba

Todos los sábados Ruperto iba a Coronel Suárez para buscar la correspondencia de la estancia donde trabajaba de peón rural.

Cerca de cinco leguas de ida y otras tantas de vuelta le obligaban a tomarse un descanso en la ciudad, mientras su caballo reponía fuerzas para el regreso.

Muchas veces Ruperto aprovechaba ese intervalo para hacer algunas compras, y así, cierta vez, luego de tomarse unas cañas, pasó a la sección tienda del negocio de ramos generales, y le dijo al dependiente que le atendió:

-Necesito un par de bombachas fuertes y una campera de cuero.

-¿Qué otra cosa desea? –le preguntó el vendedor luego que Ruperto cerró trato por esas prendas.

-Y… No me vendrían mal un par de medias buenas, para lucirme en el baile del domingo, en el rancho de Doña Eulogia.

El dependiente le mostró unas medias, diciendo:

-Estas son medias finas… ¿Le gustan?

-¡No le dije que quería medias buenas!

-¡Pero estas son buenas, don! -dijo el vendedor sorprendido.

-¿Sí? ¡Cómo no! Y entonces… ¿Por qué dice que son “medias finas”? Yo las quiero finas del todo. ¡No se haga el vivo conmigo, que para eso pago!

Anécdotas disparatadas que cuentan los abuelos en ruedas de amigos II

Dialéctica especulativa

De vuelta a su terruño cierto joven estudiante, atiborrado de doctrina y con el entendimiento más aguzado que punta de aguja, quiso lucirse con sus padres, ancianos y sencillos habitantes de la colonia… Y cuando se sentaron para almorzar, de un par de huevos pasados por agua que había en un plato escondió uno con ligereza. Luego preguntó a su padre:

-¿Cuántos huevos hay en el plato?

-Uno –contestó el padre.

-¿Y ahora…? ¿Cuántos hay?

-Dos…

-Pues entonces –replicó el joven-, dos que hay ahora y uno que había antes suman tres. Luego, son tres los huevos que hay en el plato.

El viejo alemán del Volga se maravilló mucho del saber de su hijo; se quedó atolondrado y no atinó a desenredarse del sofisma. El sentido de la vista lo persuadió de que allí no había más que dos huevos, pero la dialéctica especulativa y profunda le quería hacer ver que había tres.

Fue la madre quien decidió la cuestión prácticamente.

Puso un huevo en el plato de su marido para que lo comiera, tomó otro huevo para ella, y dijo a su sabio hijo:

-¡El tercero comelo vos!

Desde el alma I

Nada es lo que se esperaba

 La tarde suspira en sombras

dormida entre los árboles

de la colonia entrañable,

donde antaño se alzaron

sueños de libertad y progreso.

 

Nada es lo que fue

ni nada será cómo se esperaba:

las ilusiones son otras,

más materialistas,

más terrenales y vacías.

 

Como son otros los hombres

que se quedaron

y no se atrevieron a partir

y los que partieron

y no pueden regresar.

 

No hay Dios en las alturas

ni próceres en la tierra.

Sólo se reza a un rey

y se rinde honores a una reina:

consumismo y envidia.

Julio César Melchior

Página 8

El último acorde

El viejito del acordeón

 

 El viejito del acordeón dejó de tocar. Una lágrima rodó por su mejilla arrugada y triste. Como un río hacia el vacío. Sin ayer, sin pasado ni recuerdos. Apenas un surco que el llanto iba abriendo en el rostro sembrando melancolía en quien lo observaba. Sus ojos brillaron como dos estrellas moribundas. Suspiró hondo, muy pero muy hondo, como buscando aferrarse a una última esperanza. Pero fue inútil. La hora había llegado. El tren estaba a punto de partir. Ya no había posibilidad de retorno. Estaba en el andén y tenía que subir. Tartamudeó unas palabras… Inaudibles. Roncas. Ásperas. Que se iban muriendo con él.

Cerró los ojos -Los parroquianos del bar lo observaban estupefactos y expectantes-. Reclinó la cabeza. Colocó las manos sobre el acordeón y torpemente comenzó a tocar el himno al amor que lo acompañó durante toda su vida: “Wen ich komm”. Un acorde, dos, tres, cuatro… Cada vez más espaciados y más desafinados… Hasta que por fin la música se volvió un sonido desafinado y agudo. Como una exhalación. Como un último suspiro.

Silencio. Quietud. El viejito del acordeón quedó petrificado, aferrado a su instrumento como una estatua. Los ojos bien abiertos. Las pupilas se le iban secando, apagando el cristal de sus bellos y marchitos ojos celestes…

Los parroquianos, desconcertados, fueron saliendo de su estupor… Se acercaron con cautela… Para descubrir que el anciano había fallecido delante a ellos.

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 Desde el alma II

Apenas un sueño

 Fue apenas un sueño

el amarte tanto,

como fue una pesadilla

el llorarte tanto.

 

Ambos fueron espejismos

que mi alma creó

en tardes de orfandad,

para llenar el vacío de mi corazón.

 

Por eso ni te olvidé,

ni tampoco te recuerdo.

Sólo eres una ilusión

que un día me amó,

esperando regresar

al lugar que nunca ocupó.

 Julio César Melchior

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 Historias secretas de las colonias

El pecado

 La niña llora. Está triste y sola. Los cabellos enmarañados le cubren los ojos. Antes rubios como un sol, ahora negros como un infierno. Su cuerpo se agita en un espasmo de agonías repetidas. Las imágenes vuelven una y otra vez, una y otra vez… La anciana abriéndole las piernas… La anciana extirpando el pecado cometido…

La puerta de la habitación se abre. Papá satisfecho ingresa y le besa la frente. La humillación ha sido borrada. El inevitable escarnio público fue eliminado. Ahora puede estar en paz consigo mismo y la sociedad. Nadie se enteró de nada. Puede volver a salir con la frente alta. Lo demás no importa. El tiempo sepultará las heridas. Era algo que había que hacer y él lo hizo. A pesar de la opinión de su hija; a pesar de sus creencias religiosas; a pesar de su conciencia; a pesar de todo… Era necesario salvar el buen nombre de la familia y el dispuso de los medios necesarios para que así sea.

Lo demás no importa.

Página 9

“Me voy, mamá…”.

Carta de un hijo a su madre I

Mamá, no llores por mi. Por favor, tu llanto me lastima, me hace daño. Sé que deseas que me quede junto a vos, que estás viejecita y necesitás de mi sostén. Lo sé y me duele saberlo y comprender que ya no eres la de antes, la que vencía todos los obstáculos. Lo sé. Pero tengo que hacer mi vida. Tengo una esposa e hijos. Tengo que cumplir con ellos. Son mi vida ahora. Y no puedo defraudarlos. Sé que sufrís al saber que me voy a otra ciudad, lejos, muy lejos, para comenzar de nuevo sin vos. Sé que vas a quedar sola en esa casa inmensa donde nacimos tus ocho hijos, todos tan ingratos e injustos contigo como yo, todos se fueron de la misma manera: sin mirar atrás, dejándote sola, llorando en el portal del corredor.

¿Pero qué querés que haga, mamá? Es la vida. No puedo ir contra mis sueños. No puedo. Porque si lo hago sé que me voy a arrepentir durante toda mi vida y también voy a perder lo que más amo: mi esposa y mis hijos. Y no te sientas celosa. A vos también te amo, inmensa y profundamente, con un amor sin barreras ni límites, pero un amor diferente.

No llores, mamá. Por favor, no llores. Dejame ir en paz. Dame tu bendición. Y entendé mi decisión. Comprendé que me voy pero que nunca te voy a olvidar y nunca dejaré de visitarte. Ya crecí, me espera una nueva vida. Ya soy un hombre.

Adiós, mamá. Espero que sepas entender y comprender mi decisión.

 

Desde el alma III

Si acaso vuelvo un día…

Por José Ángel Buesa

 Si acaso vuelvo un día,

ya no estarás allí.

Y que triste sería

esa casa vacía,

esa casa sin ti.

 

Volver entristecido

y que todo esté igual.

Maldecir el olvido,

y encontrar florecido

como siempre el rosal.

 

Mirar la casa muerta,

de una muerte sin fin.

Y luego abrir la puerta,

pero dejarla abierta

para que entre el jardín.

 

Y ver las viejas losas

ver crecer más y más

las ramas silenciosas,

hasta llenar de rosas

la casa en que no estás.

“Me fui y no supe regresar a tiempo…”.

Carta de un hijo a su madre II

 

Me duele saber que moriste en soledad, en la cama de un hospital, esperando mi regreso. Pero no pude retornar a tiempo para estar junto a vos a la hora en que cerraste los ojos esperándome, llamándome, porque, iluso de mi, pensaba que tenía cosas más importantes que hacer y que vos podías esperar un poco más. Ya nunca he de verte. Ya nunca he de escuchar tu voz. Todo es silencio. En la casa donde viviste, donde nací. Aquí en mi alma. Todo es silencio. Sólo un dolor muy profundo llena mi ser de reproches que desgarran mi alma, me inunda de llanto y me ahoga en orfandad. Me siento infinitamente solo, muy triste. Ya no podré volver a hablar con vos. Estoy solo en el mundo. Ya no tengo madre. ¿Por qué fui tan ciego? ¿Por qué pensé que nunca ibas a morir, que eras inmortal? ¿Qué siempre quedaba tiempo suficiente para hablar con vos? ¿Por qué nunca te dije todo lo que sentía? ¿Por qué nunca te agradecí lo que hiciste por mis hermanos y por mi?

Ahora ya es tarde. Irremediablemente tarde. Porque sólo sos una tumba con una hermosa fotografía recordando un momento en el que fuiste feliz. Una tumba junto a la cual llora éste, tu hijo, que no puede entender cómo es que alguien tan fuerte como vos pudo morir y dejarme tan pero tan solo.

Tu hijo, que te ama y nunca te olvidará.

Página 10 y 11

Recuerdos de infancia

Mis abuelos

Por Carlos A. Herrera Rozo

 

Mis abuelos, tanto por parte de mi madre como por parte de mi padre, tenían algo en común: el cariño y la devoción que sentían por sus nietos. En todo lo demás eran diferentes. Por parte de mi padre, mi abuelo Anselmo, era un hombre relativamente alto, de aproximadamente un metro ochenta, de anchas espaldas, manos toscas de hombre de campo, voz recia, ojos soñadores, de carácter fuerte y don de mando. Era un hombre hecho a las labores del campo como su padre, pero a diferencia de éste, siempre se preocupó porque sus hijos estudiaran para que, según él, fueran gentes de bien

 

No pocas veces en sus conversaciones traía a colación recuerdos de épocas lejanas. Y fueron muchas las ocasiones que en sus ratos de ocio tuvo, como aplicados oyentes, a sus nietos, a quienes jamás dio un consejo porque según él, no perdía el que aconsejaba sino el que se dejaba aconsejar.

Debo afirmar que, llevo grabados en mis genes, el gusto por las labores campestres, la libertad de sentirse al aire libre, el olor del humus de la tierra y el perfume agridulce de los frutos maduros o las plantas en flor, por ello, cuando recuerdo mis lugares de infancia me debato entre el mundo real y aquel otro presentido, imaginado y deseado que me conduce por el mundo de la fantasía, de lo irreal y de lo absurdo, el mundo de mis fantasmas interiores, mi mundo.

Siendo un chiquillo mi predisposición se orientaba, en gran medida por mi inquieto carácter, a perseguir las ranas, los grillos y cuanta pequeña alimaña quedara a mi alcance. El abuelo no me perdía de vista y me explicaba que clase de bichos eran aquellos y, si eran venenosos o no, inculcándome, a la vez, el respeto por ellos, porque, según decía, tenían que cumplir su misión sobre la tierra. Aprovechaba cualquier ocasión en que me encontraba dispuesto a escuchar, que eran pocas gracias a mi dispersión e inquietud, para contarme cuentos o para hablar de sus historias de su vida.

Su memoria era prodigiosa. Hecho que demostraría hasta la saciedad cuando, rondando la cincuentena, quedó ciego. Le disgustaba que le ofrecieran la mano en señal de ayuda para llevarlo a cualquier sitio. Se desplazaba con un bastón por toda la estancia, conocía todos los recovecos de los caminos, los pasos de la acequia, los broches en los cierres de los potreros, la disposición del mobiliario de la casa y nos sorprendía dándonos el valor de los diferentes billetes de circulación legal.

Ir al campo de vacaciones, a visitar a los abuelos, era un acto de devoción por lo que de agradable y amable tenía: Eran los sabores y los olores del campo, las comidas preparadas por la abuela, la granja bien dispuesta, donde la diversa variedad de plantas crecían vigorosas y formaban, en época de floración o de recogida de frutos, un magnifico espectáculo multicolor y de exóticas fragancias que la retina y el olfato han guardado para siempre en la memoria. Pero no era todo, la recolección de frutos en la huerta era una fiesta al paladar y a los sentidos, tanto más si se tiene en cuenta que la abuela los utilizaba para preparar exquisitas dulces y conservas que eran la delicia de sus nietos, amen de zumos y ensaladas.

La abuela Serafina era una mujer de no más de uno con cincuenta de estatura, ojos claros, pelo negro y lacio, boca mediana, nariz ancha, dientes blancos y bien dispuestos y de carnes enjutas. De carácter nervioso pero moderada, parca al hablar, sigilosa al caminar, muy observadora, sutil y altiva. Su porte y manera de ser denotaban enseguida la altivez de su raza, el orgullo, la presencia de ánimo y su testarudez cuando se sentía sobrepasada u ofendida por quien quisiera arrebatar le la razón.

Mis abuelos murieron muy mayores, rozando el centenario, dejando un inmenso vacío en nuestros corazones.

Un abuelo sin futuro

 

Caminando hacia el olvido

 

Miró las estrellas; más allá, la luna; y en el horizonte, el infinito. La colonia estaba cubierta por un manto de silencio y neblina. Las viviendas languidecían en la paz de la noche. Las familias dormían. No había luz. Ni en la casas ni en las calles. Sólo el cielo iluminaba la noche y el alma. Era tiempo para la soledad y la reflexión. Cavilar en lo vivido; recordar años idos; situaciones desperdiciadas; pensar en el presente; decidir el futuro…

El abuelo caminaba lento, imbuido en sus pensamientos, con los ojos vueltos hacia adentro, mirando el alma, su propia y solitaria alma.

Eran las tres de la madrugada. No tenía adónde ir ni adónde volver. Vivía solo. Estaba cansado de tanta soledad. Y de tantos recuerdos. Cada rincón de su hogar le rememoraba un momento feliz: una sonrisa, un gesto, una caricia, un beso… Y los rostros de su mujer, fallecida hacía un año y de sus hijos, ya casados y con su propia familia. Sabía –lo había escuchado de sus propios hijos- que tenía un sólo camino: el geriátrico. Ya no podía vivir solo, le decían. Tenía ochenta años. Se equivocaba demasiado, perdía la memoria, comía a deshora… Lo comprendía… Sí. Lo sabía. Se había dado cuenta de ello. Aunque le dolía, tenía que reconocerlo. Pero lo que necesitaba era afecto y no más abandono. Quería ver más seguido a sus hijos, a sus nietos… Comer con ellos. Reír, contar sus anécdotas, revivir los años felices de su juventud… Quería compartir su sabiduría… Pero, claro, estaba viejo. Molestaba en todos lados. Sus ñañas resultaban ridículas para ser presentadas en sociedad. No podían cargar con él y continuar con una vida normal.

El abuelo pensaba, reflexionaba; caminaba y caminaba bajo las estrellas y la luna… Dejó la colonia sin apenas darse cuenta… Se extravió en la oscuridad del invierno. El frío del cuerpo le era indiferente. Lo que lo consumía era el frío del alma. Para la que ya no había abrigo. No desde el tiempo que comenzó a envejecer.

Caminó y caminó…

A la mañana siguiente lo encontraron sentado, congelado, a orillas del arroyo Sauce Corto, a unos tres mil metros de la colonia.

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Fotografías de Pueblo San José

 

Año 1974. Enlace matrimonial de los esposos María Ester Hubert Juan Pin Frank. Los acompañan familiares de la novia (Gentileza de Eugenia Frank).

 

Quinto Año Escuela Parroquial San José. Docente: Lucía y Cristina. Alumnos: Cristián, Pamela, Jesús, Nadia, Rodrigo, Magali, Natalia, Juan Cruz, Martín, Anahí, Agustín, Belén, Ezequiel, Jaquelín, Macarena, Lautaro, Joana, Félix, Facundo y Agustina. (Gentileza de María Inés Schermer).

 

Casamiento de los esposos María Inés Schermer y Roberto Ariel Schneider. Junto a ellos están la abuela Ana y el abuelo Eduardo Jungblut (Gentileza de María Inés Schermer).

 

Manuel Frank, Lucila Frank y Camila Sanfereiter (Gentileza Elsa Cárdenas).

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La abuela y su nieto

 La historia del lápiz

Por Paolo Coelho

 El niño miraba a su abuela, que escribía una carta. En determinado momento, preguntó:

-¿Estás escribiendo una historia que nos sucedió a nosotros? ¿Y es, por casualidad, una historia sobre mí?

La abuela dejó de escribir, sonrió y comentó al nieto:

-Estoy escribiendo sobre ti, es verdad. Ahora bien, más importante que las palabras es el lápiz que estoy usando. Me gustaría que tú fueras como él, cuando crezcas.

El niño miró el lápiz, intrigado, y no vio nada especial.

-Pero, ¡si es igual a todos los lápices que he visto en mi vida!

-Todo depende de cómo mires las cosas. Hay cuatro cualidades en él que, si consigues conservarlas, te harán siempre una persona en paz con el mundo.

“Primera cualidad: puedes hacer grandes cosas, pero no debes olvidar nunca que existe una Mano que guía tus pasos. A esa Mano la llamamos Dios y Éste debe conducirte siempre en dirección de Su voluntad.

“Segunda cualidad: de vez en cuando necesito dejar de escribir y usar el sacapuntas. Con eso el lápiz sufre un poco, pero al final está más afilado. Por tanto, has de saber soportar algunos dolores, porque te harán ser una persona mejor.

“Tercera  cualidad: el lápiz siempre permite que usemos una goma para borrar los errores. Debes entender que corregir una cosa que hemos hecho no es necesariamente algo malo, sino algo importante para mantenernos en el camino de la justicia.

“Cuarta cualidad: lo que realmente importa en el lápiz no es la madera ni su forma exterior, sino el grafito que lleva dentro. Por tanto, cuida siempre lo que ocurre dentro de ti.

“Por último, la quinta cualidad del lápiz; siempre deja una marca. Del mismo modo, has de saber que todo lo que hagas en la vida dejará huellas y procura ser consciente de todas tus acciones.

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 Para reflexionar

Empieza por ti

 Cuando era joven y libre y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo.

Al volverme más viejo y más sabio, descubrí que el mundo no cambiaría, entonces, acorté un poco mis objetivos y decidí cambiar sólo mi país.

Pero también él parecía inamovible.

Al ingresar en mis años de ocaso, en el último intento desesperado, me propuse cambiar sólo a mi familia, a mis allegados, pero, por desgracia, no me quedaba ninguno.

Y ahora que estoy en mi lecho de muerte, de pronto me doy cuenta: Si me hubiera cambiado primero a mi mismo, con el ejemplo había cambiado a mi familia.

Y a partir de mi inspiración y estímulo, podría haber hecho un bien a mi país y, quién sabe, tal vez incluso habría cambiado el mundo.

 Las presentes palabras fueron escritas en la tumba de un obispo anglicano (1100 D.C.) en las criptas de la Abadía de Westminster.

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